En “Cien años de soledad”, José Arcadio Buendía queda maravillado al tocar el hielo. Igual sensación tuvieron Mariquita Sánchez ante la fotografía y Eduardo Wilde ante la voz grabada.
Entre tantas páginas memorables de “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, hay una -al fin del capítulo inicial- que narra el primer contacto de José Arcadio Buendía con algo que jamás había conocido ni imaginado: el hielo. Ocurre cuando llega a Macondo el grupo de “gitanos nuevos” y arma una feria multitudinaria que trastorna a la aldea.
Aferrando a un hijo en cada mano para no perderlos entre el gentío, José Arcadio logra llegar hasta una de las carpas, que según los gitanos supo cobijar nada menos que al Rey Salomón. Tras pagar una entrada de 30 reales, penetra en su interior. Al centro, se le aparece encadenado un gigante rapado, que custodia un cofre de pirata.
“Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo”, escribe García Márquez.
José Arcadio y el hielo
El desconcertado José Arcadio murmura: “Es el diamante más grande del mundo”. El gitano lo corrige: “No. Es hielo”. José Arcadio quiere tocar el bloque, pero se lo impide el gigante: exige 5 reales más. José Arcadio “los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y las mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia”.
José Arcadio hijo no quiso tocar nada. El otro, José Aureliano, “puso la mano y la retiró en el acto. ‘Está hirviendo’, exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención”. Desembolsó otros cinco reales “y con la mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó: ‘Este es el gran invento de nuestro tiempo”.
La foto en el Plata
Sabemos que el delicioso texto de García Márquez es pura ficción. Pero recorriendo, siquiera superficialmente, escritos argentinos del siglo XIX, pueden encontrarse testimonios de situaciones parecidas: ese toparse con algo nunca visto, cuya maravilla se quiere asimilar a bocanadas y, además, describirla a terceros.
La fotografía llega al Río de la Plata en 1840. En febrero, atraca en el puerto de Montevideo la fragata francesa “L’Oriental”. Entre sus pasajeros viene un eclesiástico, el abate Comte. Trae en su equipaje la misteriosa máquina, inventada por Joseph Niepce y perfeccionada por Jacques Daguerre, que produce “daguerrotipos”. Esto es, fotografías impresas sobre metal: se usará el papel recién varios años después.
El abate presenta su artefacto en una sesión solemne de la Legislatura. Explica el mecanismo, muestra las imágenes que ha obtenido y deja estupefactos tanto a los diputados como al público de curiosos que se apiña en la barra.
Como un dibujo perfecto
Entre la concurrencia, está Mariquita Sánchez (1786-1868), viuda de Thompson y ya señora de Mandeville, la famosa dama porteña. La acompaña un compatriota exiliado, el doctor Florencio Varela. De vuelta en la casa, Mariquita se apresura a escribir a su hijo Juan, a Buenos Aires. Quiere narrar la deslumbrante experiencia.
La plancha de metal ya impresa, explica, se ve “como si hubieras dibujado con lápiz negro la vista que has tomado, con tal perfección y exactitud que sería imposible obtener de otros modos”. Así, “los más pequeños objetos son de una prolijidad tal, que a las junturas de ladrillos y los descascarados del revoque los ves como en vidrio de aumento”.
Ha podido apreciar un paisaje de Río de Janeiro al daguerrotipo. “En una plaza, reducida al tamaño de este papel, juzga la disminución de la escala; en ella ves unos puntitos, y con el lente de aumento notas que eran unas camisas y unas medias tendidas en una soga de un corral de una casa que está, sin dudas, lejos de pensar que iría a la historia”.
Termina: “Qué objeto de meditación, Juan mío, qué ignorantes somos los hombres, y al mismo tiempo cuántos esfuerzos hacen algunos, tan honrosos para la especie humana”.
El invento de Edison
No puede negarse que el suceso (que evocan Becquer Casaballe y Cuarterolo en “Imágenes del Río de la Plata”) tiene semejanza con aquel encuentro de José Arcadio Buendía y sus hijos con el hielo.
Cincuenta años después de la presentación de la foto en Montevideo, en 1890 llega a Nueva York el médico, político y gran escritor Eduardo Wilde (1844-1913). Es una etapa del largo viaje que ha emprendido luego de renunciar a la cartera de ministro del Interior del presidente Miguel Juárez Celman.
La historiadora Maxine Hanon tuvo la gentileza de permitirme la consulta de la excelente biografía de Wilde que tiene en prensa. Destaca un texto que se publicaría en “Viajes y observaciones. Brooklyn”. Allí, Wilde testimonia el impacto que la produjo el fonógrafo, en la exposición del inventor Thomas Alva Edison.
La voz grabada
Por primera vez en su vida, el doctor Wilde oye una voz humana grabada en los cilindros del fonógrafo.
Escribe: “Si yo tuviera un hijo, recogería sus primeras palabras y sus frases mal dichas, en un fonógrafo, para oír su voz en cualquier tiempo. Un padre de esta época puede retener, con su sabor de actualidad en los cilindros de un fonógrafo, la voz, el timbre, el acento, la expresión y hasta la risa de un hijo pequeño”.
Fiel a su estilo irónico, añade que cuando ese hijo “se haya hecho un mocetón bárbaro, brutal y desagradable, el padre, en los ratos de melancolía por los disgustos presentes, puede renovar su ternura, oyendo la voz, las palabras y las gracias infantiles del ex niño, conservadas eléctricamente en un rollo”.
Detener la vida
Le impresionaba cómo “el fonógrafo detiene la vida y perpetúa los fugitivos momentos; con él ya no hay pasado para la palabra hablada. Fenómeno curioso: ¡hace hablar a los muertos! Dentro de cien años, los habitantes de las grandes ciudades podrán oír cantar a la Patti y escuchar los discursos de nuestros políticos”.
Le parece que lo que acaba de ver es “el complemento de la imprenta. Ésta, por medio de los libros, perpetúa el pensamiento humano; aquél, con sus delicadas impresiones, conserva los sonidos para darles vida en cualquier momento del más remoto futuro”.
Hoy, el hielo se produce en todas partes. Las grabaciones y las fotografías diluvian sobre nosotros en tantos niveles de perfección, que resultan francamente agobiantes. Qué extraño es internarse en las ingenuas sensaciones de quienes tomaron contacto con tales prodigios por primera vez.