Además de la habilidad política, había en su carácter notas que no siempre suelen destacarse.
En el carácter del general Julio Argentino Roca (1843-1914), además de esa habilidad política que lo llevó dos veces a la presidencia de la República, había notas que no suelen habitualmente destacarse. Por ejemplo el coraje, el sentido de la amistad y aún la ternura. Se las puede percibir en varios momentos de su vida.
El 17 de setiembre de 1862, como es sabido, se enfrentaron en Pavón el ejército de Buenos Aires, que mandaba el general Bartolomé Mitre, y el de la Confederación Argentina, a órdenes del general Justo José de Urquiza. El joven teniente Roca formaba en este último. Sería largo narrar las alternativas de esa acción, cuyo resultado generó varias incógnitas. Digamos solamente que la infantería porteña cumplió un avance arrollador en el centro. Ya Urquiza se había retirado y casi toda su artillería había caído en manos del ejército de Buenos Aires.
Salvar el cañón
Pero había unas pocas piezas confederadas que seguían haciendo fuego. Entre ellas, la que estaba a cargo de Julio Argentino Roca. Su padre, el coronel José Segundo Roca, galopó hasta allí y pidió al hijo que se fueran juntos: le informó que la orden de retirada era inminente, pues su jefe, el coronel Simón de Santa Cruz, estaba en manos de los porteños.
El teniente Roca se negó. Dijo al padre que seguiría resistiendo para salvar su pieza de artillería. Logró hacerlo, y así llegó a la madrugada a Rosario, con su cañón y sus soldados, tras cubrir 45 kilómetros de marcha. La historiadora Aurora Sánchez detalla el episodio, que valió a Roca el ascenso a teniente primero.
Sánchez narra también la acción de Curupaití, en la guerra del Paraguay, el 22 de setiembre de 1866. Las trincheras paraguayas estaban colocadas en altura, sobre una barranca desde la cual fusilaban a los aliados que trataban, una y otra vez, de tomarla. Roca -ya con grado de mayor- mandaba el Batallón “Salta”. Junto a él, estaba los batallones 4 y 6 de línea, del coronel José Miguel Arredondo.
Entre las balas
Ambos jefes eran claramente visibles para los tiradores paraguayos: Arredondo, por su poncho blanco, y Roca por su caballo moro. Pero, como de milagro, ningún disparo los alcanzó. Esto aunque a Arredondo le mataron tres veces su cabalgadura, y las balas destrozaron los extremos de su poncho. En cuanto a Roca, varios obuses le estallaban cerca, y su caballo quedó salpicado por trozos de carne humana mezclada con barro.
La fusilería paraguaya consumó una terrible matanza. Logró bloquear el ataque de los aliados, y vino para estos la orden de repliegue. Roca divisó entonces una bandera argentina clavada entre los troncos. Se acercó y, al comprobar que el abanderado estaba muerto, tomó la enseña, “miró de frente a la trinchera enemiga y, apoyando el asta en la rodilla derecha, la hizo flamear en desafío”. No lo tocó ninguna bala. Luego, al trote, se dirigió hacia el grupo de soldados que seguía disparando.
Advirtió, consternado, que metros más allá, su amigo Daniel de Solier estaba herido, de rodillas, y se sostenía aferrando el fusil, en medio de la espantosa balacera. Con toda calma, Roca se acercó y lo hizo subir en ancas. Con esa carga y siempre “al trote suave”, alcanzó a Arredondo, y se retiraron hasta el campamento.
Una zambullida
Pasaron los años. Era presidente de la república en 1884, cuando lo invitaron a pasar el día en la chacra de Leloir, en Morón. En el grupo, estaba el abogado Manuel Oliver. Después del almuerzo, resolvieron darse un baño en el río Matanzas. Nadaron un rato y, cuando ya se vestían, oyeron desesperados gritos: Oliver se estaba ahogando. Gregorio Soler se tiró al agua y empezó a nadar en su dirección, pero se hallaba algo lejos. Entonces, el presidente Roca, en camiseta y calzoncillos, se zambulló en el río y logró agarrar a Oliver antes de que se hundiera. Ayudado por Soler, lo trajo a la playa, donde el abogado estuvo tirado como una hora, “hasta lanzar toda el agua que había bebido sin sed”.
La ropa de los salvadores había quedado hecha un desastre, y Leloir debió vestirlos: luego mandó al presidente una yunta de caballos, como regalo en agradecimiento. La historiadora Maxine Hanon, quien recoge esta anécdota, apunta que Roca demostró “que era un valiente, aunque algo irresponsable teniendo en cuenta su cargo”.
Con una piedra
Es sabido que, ya presidente, el 10 de mayo de 1885, cuando se dirigía con su comitiva al Congreso para hablar en apertura de sesiones, un tal Ignacio Monjes salió de la multitud y se precipitó sobre Roca. Con la piedra que tenía en la mano, le asestó un tremendo golpe en la cabeza: lo hubiera repetido, con efecto mortal, sí Carlos Pellegrini no logra trabarlo. A pesar de que la herida era importante y sangraba en abundancia, Roca no quiso retirarse a su casa como se lo aconsejaba el médico Eduardo Wilde. Con la cabeza vendada, leyó el mensaje a las Cámaras en asamblea.
El coraje de Roca se encuadraba siempre en las rápidas decisiones. En febrero de 1905 estalló una revolución en Córdoba. Sus cabecillas, además de apresar al vicepresidente José Figueroa Alcorta que allí se encontraba, quisieron hacer lo mismo con Roca y marcharon con ese propósito a la estancia “La Paz”, de Ascochinga, donde estaba veraneando el general.
Hábil recurso
Pero el tucumano les ganó de mano. Informado de lo que se preparaba, montó a caballo acompañado por varios amigos y, en una hora, cubrió al galope los 35 kilómetros que lo separaban de Jesús María. Allí, ordenó -y le obedecieron sin chistar- que le armasen a toda prisa un tren, en el que partió a Santiago del Estero. Para que no pudieran perseguirlo, dispuso que un grupo de jinetes fuera detrás del convoy, levantando, cada tanto, tramos del riel, de modo que no pudiera correr tren alguno. Ya en Santiago, se abocó a organizar la resistencia en el norte, por si el golpe se extendía. Sofocada la revolución, el 9 de febrero, por la mañana, un tren trajo a Roca de vuelta a Jesús María. Desde allí, marchó tranquilamente a “La Paz”, a proseguir su interrumpido veraneo.
Mirar al costado
Sabía, además, ser amigo. En 1874, cuando su antiguo camarada, el general Arredondo, se embarcó en la revolución mitrista, Roca lo derrotó en la batalla de Santa Rosa y lo hizo prisionero. Cuando empezó el proceso en los tribunales militares, existía el riesgo cierto de que Arredondo fuera condenado a muerte. Pero sucedía que el vencedor Roca era su amigo y su compadre.
“Aquí estoy mortificado, sin gusto para nada, viéndolo a Arredondo metido en un calabozo. Sólo me acuerdo de nuestra antigua amistad y de los servicios que le debo y el país le debe”, escribía Roca a su concuñado Miguel Juárez Celman.
Se decía que iban a fusilarlo. “Sería un acto injustificado de barbarie”, opinaba Roca. Le había escrito al presidente Nicolás Avellaneda “pidiéndole, como un gran servicio, la vida de Arredondo”. Al poco, las cosas se arreglaron. Una noche de febrero de 1875, Arredondo se fugó. La oposición acusaría a Roca de haberle facilitado el escape, o por lo menos de haber mirado al costado mientras ocurría.
El gran amigo
Y la ternura. Una de las personas que más estimaba Roca era su edecán, el coronel Artemio Gramajo. Cuando este murió, en enero de 1914, Roca, desolado, quiso pronunciar el discurso fúnebre. Con lágrimas en los ojos, dijo que lloraba “al amigo, al hermano de armas, al compañero inseparable de fatigas y peligros, ya en la buena como la mala fortuna, durante casi medio siglo de mi vida, sin que jamás se amortiguara su adhesión, ni mi aprecio y estima por sus nobles cualidades”. Agregó, en el tramo final: “decir ‘viene Gramajo’, era anunciar la llegada del buen humor, la alegría, la suma discreción y la más fina amabilidad. Nadie se sentía incómodo su lado, y parecía como de blanda cera, que se amoldaba a todos los caracteres sin perder nunca su personalidad”. Ocho meses más tarde, el 19 de octubre, llegaba a Roca la hora de enfrentar la muerte.