Imagen destacada
BATALLA DE CURUPAYTÍ. El óleo de Cándido López registra un momento del asalto a la trinchera paraguaya, sangrienta acción donde Roca tuvo valeroso desempeño.

En varias ocasiones de su vida el tucumano demostró que no se arredraba ante el peligro.


“El valor es una de las pocas virtudes de que son capaces los hombres”, escribió Jorge Luis Borges. Y en una de sus milongas, sentenciaba que “entre las cosas hay una/ de la que no se arrepiente/ nadie en la tierra. Esa cosa/ es haber sido valiente”. Un tucumano valiente fue el general Julio Argentino Roca (1843-1914), más allá de sus más que probadas condiciones de estadista.

Así lo testimonian varios episodios de su vida militar y civil. La militar se inició a la temprana edad de 15 años. El 20 de mayo de 1858, el vicepresidente en ejercicio de la presidencia de la Confederación Argentina, Salvador María del Carril, lo nombró por decreto subteniente de Artillería del Ejército Nacional, “atendiendo a sus méritos y aptitudes”.

Al pie del cañón

En la batalla de Pavón (17 de setiembre de 1861) de la Confederación contra Buenos Aires, revistó Roca en la fuerza confederada, que mandaba el general Justo José de Urquiza. No se ignora que, a cierta altura de esa acción (cuyos resultados quedarían polémicos), Urquiza se retiró del campo. Esto mientras las fuerzas de Buenos Aires -al mando del general Bartolomé Mitre– se apoderaban de la artillería de los contrarios.

A todo esto, el joven teniente Roca seguía ordenando disparar el cañón a su cargo. Su padre, el coronel José Segundo Roca, galopó hasta su posición y le dijo que se retirara. No tenía sentido continuar resistiendo, ya que el jefe de la Artillería, coronel Simón de Santa Cruz, había caído prisionero de los porteños. Pero el teniente Roca no acató el consejo paterno. Dijo que salvaría su pieza. Y, efectivamente, se las arregló para cruzar los 45 kilómetros que lo separaban de Rosario cargando su cañón y sus soldados. Esto le valió el ascenso a teniente primero de Artillería.

EN LA JUVENTUD. Roca en la época de la batalla de Pavón, cuando se las arregló para salvar el cañón que estaba a su cargo.

Guerra del Paraguay

Cuatro años más tarde, luego de haberse fogueado en las campañas contra la montonera y con grado de capitán, Roca se incorporaba a la Guerra del Paraguay, en el Batallón 6 de línea, que mandaba el mayor Luis María Campos. Luego de tres meses de enfermedad -que lo obligaron a regresar a Buenos Aires- en enero de 1866 estaba de vuelta en el frente. Y, llevando insignias de sargento mayor, se lo puso al frente del Batallón “Salta”, como segundo jefe.

El 22 de setiembre, Roca y el “Salta” participaban en la más sangrienta acción de ese contienda, que fue el asalto a Curupaytí. Los paraguayos tenían una privilegiada posición de altura. Estaban atrincherados en una loma rodeada por fosos y protegida por cerradas vallas de troncos con la punta aguzada. Las enormes espinas de los “abatís”, escribe Miguel Ángel de Marco, “que horadaban la suela de los zapatos y destrozaban las polainas, eran un obstáculo tan grande como los fosos”. Los argentinos que intentaban el ascenso fueron diezmados por los cañonazos y la fusilería, y fracasaron todos los intentos de trepar la lomada hasta la trinchera.

Entre las balas

Roca montaba un caballo moro y su camarada, el coronel José Miguel Arredondo, llevaba un poncho blanco “recogido del lado derecho sobre el hombro”. Constituían así un objetivo más que visible para los tiradores paraguayos, pero los proyectiles no tocaron sus cuerpos. “A Arredondo le mataron tres veces la cabalgadura y le cribaron el poncho las balas enemigas. A Roca le estallaron cerca varios obuses, salpicándolo con lo que en esos momentos creía que era barro”. Después comprobó que se trataba de “barro y carne despedazada”, narra Aurora Mónica Sánchez en su biografía del tucumano.

Según Thompson, a pesar de la nube de disparos, Roca era uno de los que se mantenían a caballo junto al foso de la posición principal, animando a los soldados.

El abanderado del “Salta” había sido abatido a poco de empezar el avance. Sus compañeros retomaron la enseña y lograron clavarla metros más adelante. Cuando vino la orden de repliegue, Roca trotó hasta la bandera, ya despedazada por los balazos.

810863 201906291759280000003
ALMIRANTE DANIEL DE SOLIER. Cuando era teniente y lo hirieron en Curupaytí. Roca lo sacó del campo alzándolo en las ancas de su caballo, en medio del infernal tiroteo.

Al trote suave

La alzó y, mirando directamente a la trinchera paraguaya, la hizo flamear desafiante. Luego, bandera en mano, inició lentamente el regreso, entre una lluvia de balas que derribaban oficiales y soldados a su alrededor.

De pronto, vio que su amigo el teniente 1° Daniel de Solier estaba herido y, de rodillas, se apoyaba en el fusil. Roca llegó hasta él, le tendió la mano y lo hizo montar en ancas, “a tiempo que el agua del estero saltaba por las descargas de la fusilería paraguaya”, narra Sánchez. Con el amigo herido que se aferraba a su cintura, se acercó a Arredondo y, juntos, “al trote suave”, se encaminarían al campamento.

Nadie dejó de admirar la serenidad y sangre fría del sargento mayor Roca, en ese encuentro donde las fuerzas argentinas tuvieron más de 4.000 bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos, mientras las pérdidas paraguayas no pasaron de unas 250.

Desafío en Tucumán

Otro testimonio de arrojo de Roca tuvo por escenario a Tucumán, en febrero de 1870. Con grado de teniente coronel, estaba destacado en nuestra ciudad, en calidad de jefe del Regimiento 7 de línea. Estando de gira en Catamarca, le avisaron que sus soldados se habían sublevado, por lo que volvió a toda prisa a Tucumán. Aunque el golpe se había ya conjurado -a costa de dos muertos- ni bien llegó Roca, entró al cuartel y ordenó que se devolvieran las municiones a todos. Hizo formar la tropa con los fusiles cargados y le recriminó ásperamente su conducta. Terminó desafiándolos a que, puesto que lo tenían al frente, lo mataran, si ese era su propósito. Los soldados, entonces, se desgañitaron vivando el nombre del jefe.

Al año siguiente, Roca actuó en la batalla de Ñaembé (26 de enero de 1871), librada contra el sublevado Ricardo López Jordán.

A latigazos

Cuando avanzaba con su 7 de línea, dos compañías “se arremolinaron y hubieran huido presas del pánico”. Pero Roca, que montaba “un caballo tordillo blanco muy brioso, atropelló el centro de las mismas y, repartiendo latigazos, los hizo volver cara, entrar en línea y lanzó el batallón a la carga, apoyando al Goya, que el enemigo tenía detenido con su fuego”, narra el general Francisco M. Vélez. “Entre ambos arrollaron entonces la vanguardia adversaria, tomaron la artillería y contribuyeron a la derrota de la caballería jordanista”. Tras esta intervención decisiva, Roca fue ascendido a coronel sobre el campo de batalla.

En sus últimos años, a propósito de la guerra, el general escribió que los nuevos tiempos podrían cambiar todas las prácticas bélicas. Pero se mantendrían idénticos “ciertos resortes del corazón humano”. Entre ellos, “la serenidad en el peligro, la claridad de juicio en la confusión de la batalla y el arrojo decisivo en el momento supremo”. Acaso pensaba en la conducta que siempre tuvo en esos trances.

810863 201906291759280000004
CHARRETERAS DE ROCA. Las conserva actualmente el Museo Histórico Nacional.

La ambullida

Vino después, en 1880, su primer período como presidente de la República. Cuatro años llevaba en el cargo cuando fue protagonista de otro episodio revelador de su coraje.

Había ido a pasar el día a la chacra de su amigo Alejandro Leloir, en Morón. Después del almuerzo resolvieron bañarse en el río Matanzas. Nadaron un rato y, cuando estaban vistiéndose, oyeron gritos desesperados. Uno de los invitados, el doctor Ramón Oliver, se estaba ahogando. Gregorio Soler se tiró al agua y empezó a nadar en su dirección, pero se hallaba algo lejos. Viendo esto, el presidente Roca, en calzoncillos, se zambulló en el río y logró aferrar a Oliver antes de que se hundiera del todo. Ayudado por Soler, lo trajo a la orilla, donde el doctor estuvo acostado hasta que lanzó “toda el agua que había bebido sin sed”.

En agradecimiento, días más tarde Leloir envió a Roca, como obsequio, una yunta de soberbios caballos. La historiadora Maxine Hanon consigna esta anécdota, narrada por Eduardo Wilde. Comenta que Roca demostró, en la ocasión, “que era un valiente, aunque algo irresponsable teniendo en cuenta su cargo”.

810863 201906291759280000005
TRAS EL ATENTADO. En este detalle del óleo de Blanes, aparece Roca hablando vendado en el Congreso,
rato después del atentado que sufrió.

A pesar de la herida

Es conocido que el 10 de mayo de 1886, cuando se dirigía con su comitiva al Congreso para pronunciar el mensaje anual de apertura de sesiones, de pronto un hombre salió del público con una gran piedra en la mano y la estrelló contra la cabeza del presidente. El agresor fue detenido y los médicos vendaron a Roca. Le indicaron que suspendiera la ceremonia y marchase a su casa a reposar. Pero Roca se negó terminantemente. Con la cabeza vendada, el uniforme manchado de sangre, pálido pero con voz firme, pronunció su discurso ante la asamblea.