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GREGORIO ARÁOZ ALFARO. El afamado médico revisando a una enferma en el hospital, en la década de 1920. la gaceta / archivo

Una conversación con el doctor Aráoz Alfaro


En la década de 1920, la revista “Caras y Caretas” publicó un largo reportaje al doctor Gregorio Aráoz Alfaro (1870-1955) tucumano de enorme prestigio en la medicina nacional. El periodista inició el diálogo preguntándole cómo empezó a ejercer la profesión en 1892, después de graduarse.

Aráoz Alfaro narró que, con los pocos pesos que había ahorrado de sus sueldos de ayudante de laboratorio y practicante, alquiló una casa modesta para consultorio. El entrevistador inquirió entonces por qué no se le ocurrió salir a la campaña.

“No vacilé en quedarme en Buenos Aires, porque en aquel entonces era éste el único centro en que se podía seguir estudiando; porque yo tenía ansias de estudio y de trabajo en el terreno científico”, respondió. “Y resolví hacerlo, casi sin vinculaciones sociales, porque era provinciano y había hecho vida de estudio y, retraído siempre, no contaba sino con el apoyo moral de los profesores que me distinguieron con su afecto”.

Sobre sus costumbres, conservaba el hábito de levantarse temprano: a las 6 o las 6.30 en verano y de 7 a 7.30 en invierno. Daba su clase de Semiología a las 8, “siguiendo la tradición laboriosa de Roberto Wernicke”, uno de sus maestros. No hacía vida social y leía mucho porque, decía, “he creído siempre que el médico debe tener cultura general y no sólo científica”. Comía bien, pero sin exceso. “Gusto de la comida criolla y provinciana; bebo vino sólo excepcionalmente, en compañía de amigos y en muy pequeñas cantidades”.

Solía tomar mucho café, pero “la edad me ha obligado a moderarme. Fumo de vez en cuando un buen habano. No fumo cigarrillos”, contaba Aráoz Alfaro.