Horas después de la batalla de La Ciudadela.
Es sabido que en la batalla de La Ciudadela de Tucumán, el 4 de noviembre de 1831, el caudillo Juan Facundo Quiroga batió al ejército de la Liga del Interior, que mandaba Gregorio Aráoz de La Madrid. Luego de su triunfo, Quiroga ordenó fusilar a más de treinta oficiales.
De los condenados, solamente se salvaron dos. Uno fue el coronel Lorenzo “El negro” Barcala, por la intercesión de una dama mendocina. El otro fue el capitán Pedro Morat. Según el general Gerónimo Espejo, el último debió su salvación a “un hecho extraordinario”.
Tiempo atrás, en la batalla de Oncativo, Morat había tomado prisionero a un soldado riojano, pero le dio lástima y procedió a facilitarle la fuga. Sucedió que justamente ese soldado integraba las fuerzas de Quiroga en La Ciudadela, y estaba entre los de la escolta que llevaba a los oficiales al convento de San Francisco, donde aguardarían la hora de su ejecución.
Cuando reconoció a su antiguo salvador Morat entre los condenados, “se le acercó con disimulo y le dijo en secreto: ‘No tenga usted cuidado, que esta noche voy a proporcionarle la fuga, cuando entre de centinela”. Así ocurrió. Ni bien el riojano llegó, en el cambio de guardia, se las arregló para permitir que el prisionero escapase.
“Morat se ocultó en esos días y, por entre los bosques de la falda de la sierra, logró marcharse a Salta, donde se presentó al general, y al Estado Mayor, haciendo esta relación”. Así, “debido a la gratitud magnánima de aquel soldado, salvó la vida”, expresa Espejo en su informe, fechado en Chuquisaca el 20 de junio de 1831.