Mientras sesionaba el Congreso, además de los aprestos militares desarrollaba su “guerra de zapa”.
No se ignora que las sesiones, en Tucumán, del Congreso de las Provincias Unidas que en 1816 declaró la independencia, estuvieron rodeadas por las más serias amenazas realistas, desde el Alto Perú y desde Chile. Ahora, el Bicentenario hace oportuno revisar el cuadro que presentaba el país de más allá de los Andes.
Cuatro meses después de nuestra Revolución de Mayo, en la entonces Capitanía General de Chile se había formado una junta de gobierno, el 18 de septiembre de 1810. Fue el punto de partida de su proceso independentista, complicado por nada pequeñas disensiones internas entre los patriotas. Carecemos de espacio para detenernos en sus sabrosos detalles. Pero basta decir que, a comienzos de 1813, el virrey del Perú, Fernando de Abascal, decidió operar militarmente contra esa Capitanía que hasta se había atrevido a dictarse una constitución.
Triunfo realista
La fuerza realista que Abascal envió para reprimir a los chilenos, sería sustancialmente reforzada en dos oportunidades. Estuvo bajo el comando sucesivo del brigadier Antonio Pareja; del capitán Francisco Sánchez (por muerte de Pareja); del brigadier Gabino Gainza y finalmente del coronel Mariano Osorio.
Al frente del ejército patriota chileno -y manteniendo entre ambos profundas diferencias- estaban José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins. Los encuentros armados fueron muchos y sangrientos, y los realistas de Osorio terminaron imponiéndose a los patriotas, en la decisiva batalla de Rancagua, el 2 de octubre de 1814. Con esa acción, los soldados del rey de España habían reconquistado Chile.
Lo que quedó de la fuerza derrotada -protegida por la división que llegó desde Mendoza a órdenes de Juan Gregorio de las Heras- se replegó hacia la cordillera. La cruzaron penosamente y se refugiaron en Mendoza, donde gobernaba, como se sabe, el general José de San Martín.
El duro Osorio
Entre los refugiados de Rancagua estaba O’Higgins, con quien San Martín trabó inmediata y perdurable amistad. Pero no ocurrió lo mismo con otros chilenos, que le causaron problemas. El más sonado se planteó con el arrogante jefe José Miguel Carrera, quien quería pasar por encima de la autoridad del gobernador. Las cosas llegaron al extremo de que San Martín, con sus soldados y el apoyo de O’Higgins, debieron rodear el campamento de Carrera y lo obligaron a deponer las armas. Quedó así instalado, entre el chileno y el argentino, un profundo encono.
Entretanto, en Chile, Osorio aseguró que quería olvidar el pasado, y con esta falsa promesa logró que muchos revolucionarios volvieran a sus casas. Entonces, los hizo arrestar. Varios quedaron cautivos en la cárcel de la isla Juan Fernández, mientras otros fueron enviados a presidios de ciudades distantes, además de sufrir el embargo de sus bienes.
Marco del Pont
Un tribunal, llamado “de purificación”, repartía fuertes condenas sin escuchar a los acusados. Además, Osorio disolvió el Cabildo patriota, restableció la Real Audiencia y derogó puntualmente todas las disposiciones sancionadas desde 1810. Eso significó el cierre de la Biblioteca Nacional, fundada por los revolucionarios, y de los colegios y escuelas del mismo origen.
Pero Fernando VII, ya repuesto en el trono de España, no confirmó a Osorio como Capitán General de Chile. Designó en ese cargo el mariscal de campo Francisco Casimiro Marcó del Pont, quien asumió el 26 de diciembre de 1815. El historiador Diego Barros Arana, retrata a este funcionario como “militar torpe y afeminado, ascendido al gobierno de Chile por el valimiento de que gozaba en la corte uno de sus hermanos”.
Marcó del Pont apretó al máximo las clavijas a los patriotas y los persiguió con particular encono. Cuidaba de impedir toda comunicación con las Provincias Unidas y estableció un tribunal de vigilancia. Este controlaba toda actividad de actos o de palabras en contra del rey, y podía, tras consultar con la Audiencia, hasta aplicar la pena de muerte.
Guerra “de zapa”
Cuando Fernando VII expidió, más tarde, una cédula conciliatoria que declaraba la amnistía y devolución de bienes a los revolucionarios chilenos, Marcó del Pont no quiso darle cumplimiento. Como es imaginable, todo esto se reflejó en un gran descontento de la población, que a la vez se sentía oprimida por fuertes impuestos.
El clima sería aprovechado, del otro lado de la cordillera, por el gobernador de Cuyo. A la vez que iba aprestando su ejército, San Martín cerró totalmente las comunicaciones entre los emigrados chilenos en Mendoza y su país, además de requisar su correspondencia. Así se enteraba de todo lo que iba ocurriendo. Su estrategia (conocida como “guerra de zapa” por la condición de subterránea), se completaba con emisarios que despachaba desde Mendoza, encargados de esparcir informes falsos sobre sus propósitos.
Para distraer a los realistas, fomentó levantamientos parciales en los campos y en las ciudades, cosa que tenía a las tropas de Marcó del Pont en permanente inquietud y en constante movimiento.
Una pesadilla
En estas acciones, se destacó el patriota chileno Manuel Rodríguez, a quien secundaba el mendocino Pedro Vargas. Se encargó Rodríguez de armar grupos de guerrillas, integrados por campesinos muy precariamente armados. Recorrían todo el territorio, hostilizando a los realistas en rápidas operaciones de ataque y fuga.
Rodríguez se convirtió así en una verdadera pesadilla para Marcó del Pont, quien ofrecía –sin éxito- fuertes recompensas a quienes denunciaran su paradero. Cuando los realistas capturaban algún guerrillero, lo fusilaban sin piedad: pero estas medidas no lograron sofocar esa resistencia, sino al contrario.
Tampoco vaciló San Martín en utilizar a los indios pehuenches en sus maniobras de contrainteligencia. Sabedor de la ninguna discreción de sus caciques, les hizo confidencias falsas sobre su estrategia, seguro de que –como efectivamente ocurrió- no vacilarían en transmitirlas a los realistas.
Hábiles tretas
El resultado de la “guerra de zapa” de San Martín, que se desarrolló intensamente a lo largo de 1816, fue mantener constantemente ocupado a Marcó del Pont, y hacerle creer que iba a invadir Chile por el sur, cuando en realidad pensaba hacerlo por el centro. Y en algún momento, hasta hizo correr la voz de que sus tropas iban a marchar al Alto Perú y dejar desguarnecido a Cuyo: quería tentar a Marcó del Pont a cruzar la cordillera y atacar Mendoza, donde San Martín pensaba batirlo. “Con esta tramoya –escribió- el enemigo se confía, viene a buscarnos y en los campos de Mendoza derrotamos a Chile”.
Consiguió que el jefe chileno no pudiera reconcentrar sus tropas, ya que las tenía abocadas a la cacería de guerrilleros. La dispersión favorecía los planes de San Martín. De ese modo atenuaba la diferencia de fuerzas, ya que las realistas superaban en número a las suyas.
Hacia los Andes
Es conocido el último ardid del futuro Libertador, perpetrado exitosamente en diciembre de 1816. Despachó al tucumano José Antonio Álvarez de Condarco como enviado ante Marcó del Pont (quien lo rechazó y casi lo fusila) para que, a su regreso, le informara detalladamente sobre la topografía y el estado de los pasos de los Andes por Los Patos y Uspallata.
Los congresales estaban todavía en Tucumán -su última sesión aquí fue el 4 de febrero de 1817- ya listos para trasladarse a Buenos Aires cuando, el 12 de enero, el Ejército de los Andes encaró la gigantesca campaña de cruzar la cordillera.
La primera columna que partió con ese rumbo, estaba al mando de un tucumano, el comandante Juan Manuel Cabot. Llevaba la enseña conocida hoy como “bandera Cabot”. Fue la primera que flameó en territorio chileno y se conserva actualmente en San Juan.