Imagen destacada

Médico de renombre, crítico de música, fundador de bibliotecas, político y periodista, el puntano educado en Tucumán tenía una inteligencia asombrosa y multifacética.


Hace unas semanas, caminaba por las calles interiores del cementerio de La Recoleta. Me parece que fue muy cerca del gran mausoleo con estatua yacente de Manuel Quintana, que divisé la mucho más modesta tumba de Amador L. Lucero. Una losa de piedra con una gran cruz, y una lápida erguida donde se lee simplemente “Lucero”, sin fechas, todo medio tapado por las plantas.

¿Es que alguien sabe, hoy, quién fue Amador Lucero? En Tucumán, suele pronunciarse el nombre, porque así se llama una avenida de Floresta. Sin embargo, Leopoldo Lugones lo consideraba “el hombre de mayor talento” que había conocido. Para Juan B. Terán -quien lo admiraba y tenía su retrato en el escritorio- era “una mente singular y superior” y “en muchos aspectos un espíritu extraordinario”, por “su agudeza, su erudición, su capacidad de comprensión de las cosas más contradictorias”. A Juan Heller lo maravillaba “con cuánta rapidez ascendía hacia la perfección”.

Tucumano de adopción
No era tucumano de nacimiento. Venía de la antigua familia puntana de los Lucio Lucero y abreviaba el primer apellido con una inicial. Había nacido en San Luis en 1870 y era nieto del coronel Cecilio Lucero, que peleó a órdenes de San Martín.

Sus padres, Amador L. Lucero e Ismaela Figueroa, se radicaron en Tucumán cuando era muy niño, y aquí vivieron siempre (la tumba de Amador padre está en nuestro Cementerio del Oeste, y algunos equivocados la toman por la del hijo). Por ese traslado, Lucero se educó en esta ciudad y se recibió de bachiller en el Colegio Nacional de Tucumán, en 1886. Luego partió a Buenos Aires a estudiar Medicina, y se doctoró con brillo en 1893, con la tesis “Algunas consideraciones sobre cardiopatología infantil”.

La singularidad de Lucero aparece en los múltiples terrenos donde se destacaría, a lo largo de su breve vida.

Forense y músico
Como médico, eligió la especialidad forense y se convirtió en autoridad indiscutida en su materia. Así lo comprueban sus dictámenes, a los que la prensa nacional otorgó gran espacio. Fue memorable, por ejemplo, el perfil que trazó del criminal Santos Godino, “El petiso orejudo”, famoso torturador y matador de niños.

Después de su muerte, la Universidad Nacional de Tucumán editó su “Psicopatología forense. Informes en materias criminal y civil”. En el prólogo, el rector Terán destacaba “la seriedad y probidad de sus estudios y su inmenso interés”.

Pero, además de reputado forense, Lucero era un afamado crítico de música, y durante un tiempo dirigió nada menos que el Teatro Colón. Cuando el gobernador Ernesto Padilla organizó los conciertos didácticos en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno, corrió a cargo de Lucero confeccionar los programas y elegir a los ejecutantes. Era, dice Terán, “un artista por la sensibilidad aguda y fina: admiraba a Wagner y amaba a Beethoven”.

Periodista y bibliotecario
Además de médico y musicólogo, Lucero fue hombre del periodismo y de los libros. Armó y condujo -aunque no era su propietario- el diario “La Gaceta de Buenos Aires”, aparecido en 1910. Clodomiro Zavalía recordaba que debió alejarse de la dirección “por una desinteligencia con el comité directivo”. Escribía habitualmente en “El Demócrata”, de Tucumán, propiedad de su amigo Melitón Camaño.

Por la correspondencia con Ernesto Padilla -que conserva nuestro Archivo Histórico- se sabe que en 1907 planeaba fundar su propio diario. Sería, soñaba, “lo más imparcial que humanamente pueda serlo en el periodismo político, sin otro compromiso que el de campear por el proteccionismo del azúcar y del vino y por la defensa de los ferrocarriles”. Se llamaría “La República” y lo imaginaba “con el formato de ‘El País’ y el espíritu de ‘Le Temps”.

En cuanto a los libros, organizó y dirigió dos bibliotecas de gran envergadura: la de la Facultad de Medicina de la UBA y la del Consejo Nacional de Educación. Era un escritor de estilo intencionado y lleno de recursos, cuya producción se diseminó en diarios y revistas. En libro, publicó el agudo ensayo histórico “Nuestras bibliotecas argentinas desde 1810”, y una obra de teatro de sátira política y tema tucumano, en 1905: “El sufragio libre”.

En la política
También actuó varios años en política. Fue reiterado miembro de la Legislatura de Tucumán y, de 1901 a 1902, se desempeñó como ministro de Gobierno y Justicia en el progresista segundo mandato de don Lucas Córdoba. De allí pasó al Congreso, como diputado nacional por Tucumán de 1903 a 1906: con Ernesto Padilla y Belisario Roldán, eran los más jóvenes de la Cámara.

Tuvo intervenciones sonadas: su brioso discurso en el debate de la Ley de Residencia, que incluyó un áspero cruce con Alfredo Palacios, en 1904; o cuando, como miembro informante de la reforma a la ley electoral de 1905, se batió con los opositores en cuatro tumultuosas sesiones del mes de julio. Pero no lo reeligieron. Cuenta Zavalía que el fin del mandato lo dejó en pésima situación económica, forzándolo a alojarse en una pensión de estudiantes.

Hay que convenir que no es nada frecuente una trayectoria destacada en terrenos tan distintos como los que abarcó la inquieta personalidad de Lucero. Para su amigo Terán, era “un combativo a ultranza y al mismo tiempo un quintaesenciado, un preciosista”.

Espíritu escéptico
Heller lo describe. “Era fino y aristócrata, tanto de físico como de gustos y aficiones. El cabello renegrido, una fina guía de bigote, entonces de ritual masculino, y unos ojos grandes de mirar profundo y acerado, destacándose todo sobre un rostro de mate blancura y nobles rasgos, animados por una vivísima luz interior”.

A pesar de la inteligencia y la capacidad de Lucero, se prefirió a muchos mediocres en altas funciones que él hubiera podido llenar con brillo. Eso lo cargó de escepticismo. Heller -estudiante de Derecho cuando lo conoció- apunta que, en un juicio superficial, Lucero “parecía agresivo y mordaz, impresión que acentuaba el acerado mirar de sus ojos, expertos e inquisitivos, con su figura como ‘stendhaliana’ de rasgos y actitudes, que sus amigos admiraban y que ensalzaron siempre su honradez intelectual y su sensibilidad”.

Acudía con asiduidad a los teatros. Allí solía acercarse a los estudiantes provincianos que encontraba entre la concurrencia. “Pero casi todos lo esquivaban”, cuenta Heller. Tenían miedo de “una averiguación o de una pregunta que su modo de ser hacían siempre apremiantes, o de alguna crítica o sarcasmo, porque gustábale enseñar corrigiendo”.

Los juicios tajantes
En sus cartas a Padilla pueden pulsarse aspectos de su modo de ser. “Deseo que aproveches tu tiempo. Yo he ganado el mío, rompiendo trescientas y tantas carillas para librarme de la tentación de publicarlas”, decía en 1903. “Enséñale a tu hijo a ser ambicioso y a no decepcionarse ante las contrariedades. La sensibilidad es un defecto ridículo, cuando se debilita la energía”, era su consejo de 1909.

Lanzaba siempre juicios tajantes. Por ejemplo, así definía en 1913 al periodista Alberto Zavalía Guzmán: “es ambicioso, inteligente y no tiene afectos: las mejores condiciones del éxito político”. Al año siguiente, cuando Padilla le encargó traer a Tucumán al ingeniero Jorge Duclout y al literato Ricardo Rojas para dar conferencias, Lucero dijo que el lenguaje de Duclout será “ininteligible a cualquier auditorio desprovisto de una sabiduría igual a la suya”. En cuanto a Rojas, “me ofrece discursos de orador talentoso, con generalidades sobre cuestiones que, según estoy cerciorado, ignora y atropella con ligereza”. En fin, pensaba que “no vale la pena traer a Tucumán a este orador frasero ni a aquel sabio embotellado, que nadie entenderá”.

Un ser singular
En febrero de 1914, vaticinó mordazmente la muerte del presidente Roque Sáenz Peña. “Las fotografías del Júpiter Olímpico revelan un estado alarmante de consunción, signo gravísimo en un viejo que sufre de diabetes y arterioesclerosis. Por pálpito clínico, creo que no pasará el año”. Acertó, ya que Saénz Peña falleció en agosto. Pero no contaba con que él, que era mucho menor, lo precedería. Lucero murió mientras dormía, el 16 de octubre de 1914. Como dice el texto sagrado, nadie puede saber el día ni la hora.

Juan B. Terán deploró que su amigo muriera, “sin poder alcanzar a dar la medida, no de lo que habría podido ser, sino de lo que ya era realmente, pero detenida su obra por los azares de la política y las dificultades de su propio temperamento aristocrático”. Es que “no podía ignorar su destino este lector de Nietzsche, que sabía que las sociedades modernas no coronan a los seres singulares y apasionados de la belleza, altivos y un poco desdeñosos, porque los gobiernos los encuentran poco sumisos y el pueblo demasiado desemejantes de él”.