El creador de la Universidad de Tucumán y su rector durante quince años, fue una figura central de la cultura argentina en el siglo que pasó: jurisconsulto, historiador, sociólogo y fundamentalmente educador.
La condición de fundador y primer rector de la Universidad Nacional de Tucumán, es bien conocida y justificadamente exaltada como alto título de honor del doctor Juan B. Terán. Pero el gran tucumano fue eso y mucho más. Encarnó una figura central de la cultura argentina del siglo XX.
Lo que pensó y escribió, mantiene vigencia hasta hoy. Fue tanto una emanación de su intelecto privilegiado, como la resultante de una profunda investigación y de una desvelada reflexión sobre lo que observaba, lo que leía y lo que investigaba.
Se ha resaltado que fue Terán un espíritu clásico, en sus obras y en sus actos. Frente al desorden moderno, “desechaba toda sensibilidad enfermiza y degradante que pretendiera quitar al espíritu la primacía que naturalmente le corresponde”, lo valoró Zorraquín Becú. Así, “rechazaba esa sumisión moderna al instinto, a la pasión, a las manifestaciones primarias de la conciencia”. Reconocía “la necesidad de una disciplina espiritual y de jerarquías naturales, como requisitos indispensables de toda organización”.
Tucumano de raíz
Y a esas condiciones de pensador, unía una simultánea capacidad de realizador impetuoso, que no conocía el desmayo ni la fatiga. Proyectar y organizar una Universidad en el Tucumán de su tiempo, entre la desconfianza y aún la burla de muchos, es el más cabal testimonio de ese atributo.
Juan Manuel Benjamín Terán nació en Tucumán el 26 de diciembre de 1880, hijo del doctor Juan Manuel Terán y de doña Sofía López Mañán. Por línea paterna, era nieto de un gobernador de tiempos de la organización nacional, don Juan Manuel Terán. Y su madre era nieta del gobernador Javier López.
Se sentía raigalmente tucumano. Escribió orgulloso, alguna vez, que su “rancio provincianismo” era seguro que venía “del cántabro Ascensio de Lizarralde y Aráoz, que fundó hace 315 años una descendencia con trazas de inextinguible, en este cálido subtrópico habitado por gente parsimoniosa y holgona, y donde se puede vivir porque Dios le ha dado dos ilusiones: la nieve de la montaña y la música de su selva”.
Abogado y legislador
Fue un caso notable de precocidad. Se recibió de bachiller en el Colegio Nacional en 1895: tenía entonces quince años y ya dirigía un semanario, “El Curioso”. Pasó a estudiar a Buenos Aires. La Universidad lo saludó doctor en Jurisprudencia a los 21 años, con la tesis “La Escuela Histórica en Derecho”. Volvió a la ciudad natal. Entró al bufete de su padre, donde le llovieron los clientes más importantes. Evitaba la política pero no pudo negar, a su gran amigo Luis F. Nougués, su concurso en el partido Unión Popular que ese gobernante lideraba. Fue elegido diputado a la Legislatura por tres períodos, y tuvo una banca en la Convención Constituyente de 1907. En la carta que esta sancionó, Terán hizo incluir el mandato de protección del Estado a la mujer y al niño, lo que constituía toda una novedad en las constituciones.
La “Revista de Letras”
Con su tío y fraternal amigo Julio López Mañán, fue redactor de la “Revista de Letras y Ciencias Sociales” (1904-1907), dirigida por el poeta Ricardo Jaimes Freyre. A esta publicación, los estudiosos coinciden en juzgarla como la más importante del continente, en su tipo y en esa época. Allí Terán publicó ensayos y críticas de aliento, y polemizó con Miguel de Unamuno y con Leopoldo Lugones.
En 1910, para su voluminoso tomo del Centenario, el diario “La Nación” le encargó el capítulo sobre Tucumán. Su primer libro fue “Estudios y notas”, en 1908, y el segundo fue “Tucumán y el Norte Argentino”, en 1910: debutaba con éste en el género histórico. Por la misma época, fue fugaz director nacional de Tierras y Colonias.
Pero su preocupación fundamental era lograr que en Tucumán se instalase una casa de estudios superiores. Consideraba que la provincia debía ser centro espiritual del Noroeste, con una institución que sirviera a las necesidades concretas de su suelo. La imaginaba con un estilo y una estructura totalmente distintos a los de las casas doctorales de Córdoba y de Buenos Aires.
Hacia la Universidad
Lanzó la idea en 1906, cuando presidía la Sociedad Sarmiento y en ocasión de los “Cursos libres”. En 1909, presentó el respectivo proyecto a la Legislatura. Obtuvo la ley recién en 1912, y debió esperar hasta 1914 para que otro de sus grandes amigos, el gobernador Ernesto Padilla, pusiera efectivamente en marcha su sueño de la Universidad de Tucumán.
Terán era un hombre mimado por la vida. Llevaba un apellido rodeado de prestigio y de respeto por generaciones. En el hogar que había formado con Dolores Etchecopar, iban naciendo sus hijos, que serían nueve en total. Sus condiciones de pensador y de hombre de letras tenían notoriedad nacional. A pocos años de doctorarse, ya era ampliamente conocido y valorado entre los intelectuales de la Argentina. Poseía una considerable fortuna, como industrial azucarero y como titular del estudio jurídico más solicitado de Tucumán.
15 años de rectorado
Así, no necesitaba honores ni compensaciones de ningún tipo: es más, le sobraban. Y sin embargo, decidió echarse encima la enorme responsabilidad de esa casa de estudios que creó para sus comprovincianos y para la región Noroeste. Era un educador de alma. Fue su primer rector, hasta 1921, en que logró que la Universidad se nacionalizara y la entregó a las autoridades federales. Su pensamiento y acción constan en los libros “Una nueva Universidad” y “La Universidad y la vida”.
Pero en 1923 fue designado nuevamente rector, cargo que desempeñaría -reelección mediante- hasta 1929, en que se aceptó su renuncia. Nunca había cobrado un peso de sueldo, en esos quince años: a la retribución íntegra la destinaba a becas para los alumnos. Dejó la casa con desencanto, con el corazón destrozado por la muerte de su hijo Guido, y con mucha fatiga. Había tenido sólo el paréntesis de un viaje a Europa, en 1926, cuyas impresiones fijó en el libro “Lo gótico, signo de Europa”.
En Buenos Aires
Pero ni los rectorados, ni el ejercicio concienzudo de la abogacía, fueron obstáculos para su vasta y simultánea actividad de historiador, de sociólogo, de jurisconsulto, de escritor. Siguió leyendo, estudiando, reflexionando y escribiendo. Testimonio de todo eso serían sus macizos ensayos, como “El descubrimiento de América en la historia de Europa”, “El nacimiento de la América Española”, “La salud de la América Española”, y la producción que compiló en el delicioso “Por mi ciudad”.
En 1930 trasladó su residencia a Buenos Aires, cuando el Gobierno Provisional lo designó presidente del Consejo Nacional de Educación. En otro libro, “Espiritualizar nuestra escuela”, expondría lo mucho que hizo y lo que planeó hacer desde el alto organismo.
La Suprema Corte
De modo natural, fue llegando a Terán el reconocimiento de todas las instituciones culturales argentinas y de su gente más representativa. En 1931, integró el plantel fundador de la Academia Argentina de Letras. También lo incorporaron como miembro de número la Junta de Historia y Numismática y luego la Academia Nacional de la Historia, la Academia Nacional de Derecho, la Sociedad de Historia Argentina, por ejemplo. Además de los libros, seguían apareciendo sus ensayos, editados en “La Prensa” y “La Nación”, en revistas y en folletos. En la serie de “Discursos a los argentinos”, difundió, de modo original y provocativo, sus valientes puntos de vista sobre asuntos candentes de esa hora del país.
La Concordancia lo postuló sin éxito, en 1935, para senador nacional por la Capital. Ese mismo año, el Senado prestaba acuerdo para nombrarlo vocal de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
La muerte
Fue un ministerio que honró, a conciencia y con brillo, hasta sus días finales, que llegaron demasiado prematuramente. Data de 1936 su último y gran libro histórico, “José María Paz. Su gloria sin estrella. Su genio moral”. El 8 de diciembre de 1938 se extinguía cristianamente la vida de Terán, días antes de su cumpleaños número 58.
Tales son, muy sintéticamente, los datos exteriores de esa existencia que Abel Chaneton llamó “una ininterrumpida, fervorosa y a veces conturbada meditación sobre el pasado, el presente y el porvenir de nuestra nacionalidad”.
El lema que adoptó de niño y que legó a la Universidad, fue simbólico de la actitud de Terán ante la vida. Que hacía volar su pensamiento, pero nunca dejaba de tener en cuenta la realidad, es algo evidente en su trayectoria, y quiso que ese propósito guiase la vida de la casa que fundó.
La tierra y el cielo
Pero había algo más. Esa actitud de apuntar más allá y por encima del trajín cotidiano, proporcionaba paz a su alma. En “Por mi ciudad”, su libro de 1920, hay un párrafo muy ilustrativo. Narra que era verano y viajaba por la selva de noche, después de la lluvia. La caminata era difícil y cansadora: había que moverse entre los obstáculos del barro, de las ramas caídas, de los arroyuelos nuevos que el agua abría.
Pero, en medio de esa fatiga, escribe Terán, “el azul profundo del cielo y el brillo nunca más puro de las estrellas otorgaban, en el momento en que parecía necesario, un alivio incomparable y mágico en el andar por los caminos de la tierra, como si la hubiera liberado de la gravidez letal de la materia”. Y reflexionaba: “Tal es el hombre: lleva los pies sobre la tierra y descansa sobre ella, pero vuelve la mirada hacia las estrellas y recibe de ellas un descanso que la tierra le ha negado: ‘Pedes in terra, ad sidera visus’: los pies en la tierra, la mirada en el cielo”.