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BENITO MUSSOLINI. Dramática foto del “Duce” y su amante Clara Petacci muertos, en abril de 1945.

Profetizó en cierto modo el fin del dictador.


A poco de llegar a Roma en su viaje de 1926, Juan B. Terán se encontró en medio de las fiestas de los siete años del fascismo. En su libro “Lo gótico, signo de Europa” narra la experiencia. Toda la ciudad parecía envuelta en un aura guerrera. Grupos uniformados se encaminaban con aire marcial a la concentración de 40.000 personas que presidía el mismo Benito Mussolini, el “Duce”, en el hipódromo de Villa Gloria.

A Terán le parecía asistir a “una lección viva de historia romana”: había una colina y un anfiteatro, y Mussolini hablaba del mismo modo inflamado de los tribunos, con las mismas apelaciones a la grandeza de la patria. Tenía el aspecto recio de los bustos del Museo Capitolino, y su camisa negra evocaba la severidad -ya que no la elegancia- de la toga.

Pocos días después, Roma se alborota. Se ha frustrado un atentado contra el “Duce”. Jóvenes fascistas marchan por las calles y las casas embanderadas celebran la salvación del líder. Hay frenesí en la gente, hacia este hombre que ejerce sobre el pueblo un hechizo magnético.

El caudillo reclama disciplina y sacrificio. Su cuerda es épica. Incita a la lucha y no desdeña la violencia, en nombre de Dios y del orden. A Terán le parece acaso comparable a Nicolás de Rienzi, “tribuni plebis” del Medioevo, obsesionado por la Roma antigua y ansioso de devolverle su grandeza.

Pero en su mirada de “testigo ocasional”, cuando Terán evoca a Rienzi no puede menos que pensar también en otro personaje. En “aquel Cecco del Vecchio, que tanta parte tuvo en el favor popular que lo encumbró, y a cuyas manos cayó ensangrentado en las calles de la Roma turbulenta del Cuatrocientos”. Con esta frase y con una anticipación de dos décadas, Terán venía a profetizar, en cierto modo, el final violento del dictador Mussolini, el 25 de abril de 1945.