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JUAN MANUEL DE ROSAS. En su casa de Palermo el arroz con leche era un postre muy sabroso y abundante.

En diciembre de 1851, Juan Manuel de Rosas obligó a su sobrino Lucio V. Mansilla a ingerir siete enormes platos de arroz con leche, como sanción por no haber ido a despedírsele cuando viajó a Europa.


Iba terminando el año 1851 y se esperaban trascendentes novedades en Buenos Aires. El general Justo José de Urquiza, al frente de un enorme ejército, avanzaba sobre la ciudad con la proclamada intención de derrocar al jefe de la Confederación, don Juan Manuel de Rosas.

La hermana de éste, Agustina Rozas de Mansilla, tenía un luego famoso hijo, Lucio Victorio Mansilla (1831-1913). Era uno de esos personajes que merecen -y las tienen- varias biografías por sus costados de literato, de militar, de hombre elegante, de periodista, entre muchas cosas más. Acababa de llegar de Europa.

Lógicamente, en medio del alboroto familiar que causó el regreso de Lucio, en un momento dado éste preguntó: “¿y cómo está mi tío? ¿y cómo está Manuelita?”. Los padres contestaron: “muy buenos, mañana irás a saludarlos”. Dos días más tarde, montaba a caballo y partía a Palermo, residencia de don Juan Manuel, gobernador de Buenos Aires y encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina.

Lucio regresa

Llegó a eso de las 5 de la tarde. Hacía mucho calor. Dejó su caballo en el palenque y se fue a buscar a Manuelita Rosas. Estaba rodeada “de un gran séquito, en lo que se llamaba el jardín de las magnolias”. Había gente sentada y gente de pie. Al lado de Manuelita, “provocando la envidia de federales y haciendo con su gracia característica todo amelcochado el papel de ‘cavalier servente’, el sabio jurisconsulto don Dalmacio Vélez Sarsfield”. Ni bien su prima vio a Lucio, se levantó para abrazarlo. No dejaba de llamar la atención, en ese ambiente, su vestimenta parisiense. Del jardín de las magnolias volvieron a los salones de la casa. Allí, Manuelita dijo a Lucio que “Tatita ahora te recibirá”. Él esperaba y esperaba. De vez en cuando miraba a su prima y ella lo miraba como contestándole: “ten paciencia, ya sabes lo que es Tatita”. Al fin, como a eso de las 11 de la noche, lo condujo de habitación en habitación a una en la cual lo dejó.

Baldosas relucientes sin alfombra, una cama de pino con colcha de damasco colorado, una silla del mismo tono, y en el medio de la habitación, una pequeña mesa de caoba con dos sillas y dos candeleros. Lucio se quedó de pie aguardando la entrada de su tío, “como quien espera al santo advenimiento, porque aquella personalidad terrible producía todas las emociones del cariño y del temor”. Moverse hubiera sido hacer ruido y reinaba un silencio profundo.

Llega el brigadier

De pronto apareció el brigadier Juan Manuel de Rosas. Era “un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, combinación de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoleónico de gran talla; de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones; de cejas no muy guarnecidas, poco arqueadas, de movilidad difícil, de mirada fuerte, templada por el azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insondables; de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano; de labios delgados casi cerrados como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus resoluciones, sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el juego de sus músculos era perceptible. Seria, cruel, no parecía disimulada aquella cara, tal como a mí se me presentó, tal como ahora la veo, a través de mi reminiscencia infantil”.

“¡La bendición, mi tío!”

Lucio agregaba a esto: “una postura fácil, recto el busto, abiertas las espaldas, sin esfuerzo estudiado, una cierta corpulencia”. Vestía un traje con chaquetón de paño azul en un chaleco colorado con unos pantalones azules también. Lucía unos cuellos altos, puntiagudos, nítidos “y unas manos tan perfectas con forma y todo limpio hasta la pulcritud”. Todo esto entre “una sonrisa que no llega a ser tierna, sino afectuosa, con un timbre de voz simpático hasta la seducción”. Tal, “la vera efigie del hombre que más poder ha tenido en América”.

Ni bien entró el tío, Lucio cruzó los brazos y le dijo, empleando la fórmula patriarcal: “¡La bendición, mi tío!”, a lo que Rosas contestó, “¡Dios lo haga bueno, sobrino!”. Tras una pausa, el gobernador dijo: “sobrino, estoy muy contento de usted”. El tratamiento de “usted” era buen signo, porque cuando trataba de “tú” quería decir que no estaba contento con el interlocutor. Se sentaron a la mesa.

Aquella despedida

Luego, como balanceando las piernas, Rosas le dijo: ”me contaron que usted no ha vuelto agringado”. Yo, dice Mansilla, “había vuelto vestido a la francesa, eso sí, pero potro americano hasta la médula de los huesos todavía”. “Me vestía como un europeo, pero era tan criollo como el Chacho”. Rosas le preguntó: “¿y cuánto tiempo has estado ausente”? Al tiempo “lo sabía perfectamente, había estado resentido, no es la palabra, enojado, aunque, dicen, porque me habían mandado a viajar sin consultarlo”. En realidad, Lucio había ido a consultarlo en varias ocasiones, pero nunca lo recibió. Cuenta que Agustina se disculpó diciéndole que “ha venido 20 días seguidos a pedirte y no lo has recibido”. A lo que Rosas repuso: “hubiera venido 21”. Mansilla contestó “van a hacer dos años mi tío”. El tío lo miró y le dijo “¿has visto mi Mensaje a la Legislatura?”. Mansilla no sabía que era esto del mensaje, de manera que no respondió.

Voluminoso expediente

Rosas le narró que Baldomero García, Eduardo Lahitte y Lorenzo Torres decían que ellos habían confeccionado ese documento. Para Rosas, era “una botaratada. Porque así dándole los datos como yo se los he dado, cualquiera hace un mensaje. Está muy bueno. Ha durado tres días la lectura en la Sala”.

Salió de la habitación y regresó trayendo una enorme pila de papeles. Acomodó los candelabros y empezó a leer desde la carátula: “¡Viva la Confederación Argentina!¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Muera el loco traidor salvaje unitario Urquiza!”. Leía con cuidadosa pronunciación y continuó así, deteniéndose de vez en cuando para hacerme algunas preguntas. Por ejemplo: “y aquí ¿por qué habré puesto punto y coma, o dos puntos, o punto final?”. De pronto, cambió de tema. “¿Tienes hambre?”, le preguntó. Claro que Lucio lo tenía y contestó afirmativamente. “Pues voy a hacer que te traigan un platito de arroz con leche”, dijo el gobernador.

7 platos sin chistar

El arroz con leche de Palermo era famoso, de modo que a Mansilla se le aguó la boca. Rosas ordenó “que le traigan a Lucio un platito de arroz con leche”. De allí en adelante empezó el forzado atracón. Rosas le hizo servir exactamente 7 enormes platos de arroz con leche, uno tras otro. No atendió la observación de Lucio de que “ya, para mí es suficiente”. Mansilla se sentía hinchado, pero “siguieron los platos, que comía maquinalmente, obedeciendo a una fuerza superior a su voluntad”.

De cuando en cuando, Rosas le hacía una pregunta. Al llegar al plato número 7, le dijo: ”bueno, sobrino, vaya nomás y acabe de leer eso en su casa. Manuelita, Lucio se va”. Cuando llegó a su casa y contó la anécdota, el padre se asombró de ver el tamaño del mamotreto y la madre se echó a llorar.

A toda esta colorida anécdota, la narró Mansilla en una de sus “Causeries”, dedicada al periodista tucumano Benjamín Posse, muchos años más tarde, y con el título “Los siete platos de arroz con leche”.