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DAMAS FRENTE AL CABILDO. La plaza Independencia, desde mediados del siglo XIX hasta promediar el XX, fue escenario del paseo vespertino y de los encuentros amorosos

Historia real ocurrida en Tucumán y narrada muchos años más tarde, sin identificar a los protagonistas


El doctor José Ignacio Aráoz (1875-1941) destacado abogado, magistrado y político tucumano, diseminó una abundante producción firmada en la prensa de su época. Eran artículos sobre actualidad política, muchos de ellos alternados con interesantes ensayos históricos y sociológicos. Su nieta, la profesora María Florencia Aráoz de Isas, compilaría la mayoría de esos escritos en el apéndice de su biografía de 2001, “José Ignacio Aráoz. Una vida tucumana. 1875-1941”.

Entre el valioso material allí reunido, se rescatan varias páginas manuscritas (inéditas hasta entonces y sin fecha de redacción) a las que Aráoz tituló “Tucumán y su élite social en la década que promediaba en 1870. Un drama de amor en su seno”. Sintetizar ese “drama de amor”, entresacando párrafos del doctor Aráoz, es el propósito de las líneas que siguen.

Una bella rubia

Suena a telenovela, pero se trata de una historia real, acaecida en San Miguel de Tucumán. Prevenía Aráoz a sus lectores, que le fue referida hace muchas décadas por una pariente de los protagonistas. Él había resuelto finalmente ponerla por escrito –sin dar nombres- porque “hoy se encuentran totalmente extinguidos en Tucumán sus apellidos, muy respetables y difundidos en sus tiempos; y porque la historia es una dura lección de la vida sentimental femenina”.

Entre las niñas que paseaban por la plaza Independencia en aquellos años previos a la llegada del ferrocarril, se destacaba “una adolescente rubia de ojos azules, bien formada, esbelta y de ensortijados cabellos”. Le gustaba mucho la vida social: era “regalona y de alegre genio”. Ni qué decir que los galanes la rodeaban, fascinados, en las reuniones y paseos.

Elección de marido

Entre esa corte se destacaban dos primos, “ambos de linda estampa”. Uno, “inteligente, audaz, con fama de conquistador”, había brillado entre los alumnos del flamante Colegio Nacional. Más tarde se recibió de médico y actuaría con éxito en la política. El otro mozo era distinto. Tenía “carácter grave, reservado”: un tanto “huraño y raro según el concepto mujeril”. No era en absoluto un galanteador. Aspiraba a “los goces del amor”, pero en “un hogar apacible, exclusivo y cerrado”.

Fue con este último que la joven se terminó casando. Aunque eran “profundamente dispares en carácter y gustos”, se pusieron de novios, conjetura Aráoz, “tal vez por consejo de familia y sin que entre ellos existiera un recíproco amor”. Pensaban que “la vida en común y la obediencia a la ley de Dios completarían las cosas y harían de ellos un solo cuerpo y espíritu, forjando un amor fuerte y eterno de sus afectos e ilusiones”.

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UN BAILE CAMPESTRE. La acuarela de Francisco Fortuny reconstruye una de las frecuentes fiestas tucumanas al aire libre, donde se iniciaban muchos idilios

Vuelve el galán

Al principio todo anduvo bien. Pasaron la luna de miel en una casa de campo. Ella disfrutaba recorriendo a caballo y a pie los campos y las arboledas. Después, la pareja volvió a la ciudad y a la vida normal de los matrimonios. Durante un tiempo, frecuentaban ambos la plaza, hacían y recibían visitas, asistían a las ceremonias religiosas, como todo el mundo.

De pronto, “el joven esposo pareció cansarse y su carácter retraído retornó al cauce natural”. Después se dijo que en ese retraimiento “debió influir ya alguna preocupación por la febril inclinación de su esposa hacia la vida social”. Y, “en especial, por su asiduo trato con aquel otro primo, más joven, divertido y audaz” que la galanteaba de soltera.

Ocurría que la atolondrada madre de la joven, ansiosa por verla contenta, organizaba en su casa frecuentes reuniones. Allí acudía con asiduidad el primo y las murmuraciones no tardarían en encenderse.

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DESDICHADA. La pintura “Mal de amores”, de Julio Romero de Torres

Escena y perdón

“La devoción y atenciones de aquel contertulio con su bella y aturdida parientita recién casada”, empezaron a llamar la atención, y se levantaron “los previsibles comentarios” en “la reducida y puritana élite social”.

No tardó en llegar todo esto al conocimiento del recluido esposo. Este, ardiendo de celos, “seguía y aún facilitaba los pasos de su esposa, con ansias mortales de tener esas comprobaciones espontáneas y definitivas de su conducta, en un sentido u otro, que le permitieran salir de los días de tortura que estaba pasando”.

Cierto día sus celos estallaron. Acusó directamente de infidelidad a su mujer y le prohibió la entrada a la casa. Intervino entonces la suegra y logró que se reanudara la vida en común del matrimonio. En ese momento, casualmente, no estaba en la ciudad el primo cortejante. Pero ya nada retornó a la normalidad, a pesar de que la joven se volvió casera y devota. No se sabía qué pensaba el esposo. Acaso le parecía que ese súbito recato tenía, como origen, solamente la ausencia ocasional del galanteador.

Final con adiós

El caso, narra Aráoz, era ya “la comidilla diaria, entre los hombres y entre esas damas murmuradoras de poco recato y poca nobleza que, como en todas partes, nunca faltaron en nuestra sociedad”. La gente se dividió pronto en defensores y acusadores de la joven. Para los primeros, la culpa estaba en los celos del esposo. Los segundos afirmaban que ella “había preferido siempre al otro primo, y que la indujeron a casarse incubando en su alma un débil simulacro de amor”, que pronto se evaporó.

La joven estaba embarazada. Próxima al parto, no se le ocurrió nada mejor que hacerse atender por el médico galán que la asediaba. Según los rumores, en una ocasión el marido los sorprendió en actitudes que confirmaron la sospecha que venía alentando. Fue el final. El esposo dijo a su madre que, en ese momento, había pensado matar a la infiel y luego suicidarse, pero que finalmente decidió que “cada uno cargara con su destino”. Él abandonaría Tucumán para siempre, y le rogó que “nunca intentara saber de su paradero ni de su vida”.

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EL MÁS FAMOSO ADULTERIO. El pintor ruso Vasili Polénov (1884-1927) representó el episodio bíblico de la mujer adúltera, en su óleo “Cristo y la pecadora: ¿quién tira la primera piedra?”

30 años después

Al poco tiempo nació el chico. La joven lo dejó con su madre y resolvió abandonar la ciudad con su amante. Se supo después que éste la abandonó y que ella se refugió en casa de un pariente, del que luego también se convirtió en amante. Tuvieron dos hijas. Mientras, creció en Tucumán el primero de los chicos. Era “un muchacho bello y melancólico”. Moriría joven y, mientras vivió, fue el sostén de su empobrecida abuela.

Pasaron muchos años: cerca de treinta, cuenta Aráoz. Cierto día, el marido que se mantenía desterrado, escribió una carta a su hermana. Le dijo que “viejo, enfermo y próximo a la muerte”, quería noticias de su ex esposa y preguntaba si el hijo tenía algún parecido con él, ya que dudaba de su paternidad.

La hermana buscó a la cuñada hasta que la encontró. Estaba envejecida, pobre y vivía con las hijas de su segundo amorío, quienes la sostenían. Al recibir el mensaje, lloró amargamente y dijo a la cuñada que rogara a su esposo que la perdonase y que volviera a vivir a su lado.

Nunca más se supo

La cuñada transmitió todo eso al hermano. Le dijo, además, que su hijo, muerto ya, tenía un gran parecido con él. La respuesta del hombre fue que perdonaba a su ex esposa –por la que sentía, dijo, “un resto de amor”- y pedía a la hermana que la ayudara. Pero no podía volver a vivir con ella. Semejante paso, “además de exceder sus fuerzas, no haría sino revivir y ahondar sus penas”, manifestó.

El doctor Aráoz terminaba su narración. “Nada más sabemos de él y de ella, a no ser que murieron sin verse más y sin volver a la tierra natal”.

Todas estas peripecias hoy no llaman realmente la atención de nadie. Pero deben haber constituido un estallido de inaudito escándalo, en el alto mundillo social de los años 1860. Algo que quedó resonando mucho tiempo en los comentarios de ese Tucumán “indolente y risueño, que deslizaba entonces, entre siestas y fiestas, su tranquila existencia vegetativa”, según lo evocaba Paul Groussac.