Meses después, acusado de asesinar a su pareja y de estafar, el falso médico fue penado con 18 años de cárcel.
El teniente coronel Lucas Córdoba fue dos veces progresista gobernador de Tucumán. Ambos mandatos (1895-98 y 1901-04) quedarían como históricos. Estuvieron marcados por muy importantes obras públicas y por atinadas leyes que se tradujeron en mejoras sociales y económicas.
Pero al terminar el segundo período, don Lucas fue abandonando lentamente la política. Verdad es que aceptó una fracasada candidatura a diputado nacional en 1908; o que se reconcilió con sus adversarios y llegó a presidir el flamante Partido Constitucional, en 1911. Pero ya había entrado en la setentena y no lo entusiasmaban demasiado los trajines del civismo provinciano.
En Quilino
Pasaba largas temporadas en Buenos Aires con su gran amigo, el general Julio Argentino Roca. En su casa de Tucumán había dejado la costumbre militar de levantarse al alba y permanecía en cama hasta tarde. Cultivaba rosas, se encariñaba con los nietos y, a la hora de leer, prefería los textos de Astronomía. “En largas horas de panteísmo, perseguía el misterio de las estrellas”, diría Juan B. Terán.
A mediados de 1913 pensó que los achaques de salud que empezaban a castigarlo mejorarían con un cambio de clima. Se le ocurrió entonces trasladarse por una temporada, en el tren del Central Argentino, a la villa de Quilino. Era un pueblito tranquilo del departamento cordobés de Ischilín, al noroeste de esa provincia y a una treintena de kilómetros de Deán Funes. Allí se instaló, acompañado por Delfina Córdoba de Bravo, la menor de los once hijos -con 36 nietos- que eran fruto de sus dos nupcias.
La muerte
No lo amilanó el antecedente de que, diez años atrás, otro ex gobernador de Tucumán, su amigo Silvano Bores, había ido a Qulino buscando reparar sus achaques, y que allí falleció, el 4 de octubre de 1903.
El clima parecía adecuado para calmar las afecciones pulmonares del veterano fumador. A las primeras semanas don Lucas las pasó bien. Pero el martes 29 de julio, después de almorzar unas sardinas, se sintió descompuesto. Alarmada, su hija quiso llamar a un médico. Don Lucas se negó al principio, pensando que era algo pasajero, hasta que la descompostura se repitió, con violentas arcadas. Entonces, doña Delfina pidió auxilio y al rato se presentó un tal doctor Carlos Vivanco.
A las cinco de la tarde, don Lucas Córdoba dejaba de existir. Contaba 72 años y cuatro meses. El acta de defunción anotaba como causa una “apoplejía cerebral”. Sus restos fueron velados en el humilde alojamiento que ocupaba y al día siguiente los trajeron, en un tren especial, a Tucumán. Hubo un nuevo y solemne velorio en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno, y el féretro se llevó el jueves 31 al Cementerio del Oeste, acompañado por una impresionante multitud.
El médico
Nos interesa ahora detenernos en aquel doctor Vivanco, presente en los últimos momentos de don Lucas. Había llegado a Quilino a comienzos de ese año 1913, con su esposa Julieta Touser Bellar. Nadie lo conocía, pero pronto hizo amistades gracias a su buen aspecto y a su simpatía personal. En un momento dado confió a alguno de sus flamantes amigos que era médico, pero que había abandonado la profesión. Como en el pueblo no había médico estable, pronto se esparció el rumor y empezaron a llamarlo en los casos de enfermedades.
Vivanco se hacía de rogar, pero a veces, si la situación era grave, aceptaba. Entonces, la “Comisión Pro Médico Permanente de Quilino” le propuso el cargo de galeno del pueblo, con sueldo. Rechazó varias veces la oferta, y finalmente la aceptó.
Unas sospechas
Sucedió que, poco después de la muerte de don Lucas, falleció repentinamente la esposa de Vivanco, aparentemente a causa de un ataque cardíaco, que le sobrevino justo cuando la pareja se preparaba a concurrir a una fiesta. Al velorio acudió contristado el vecindario en masa. Vivanco había vestido el cadáver de Julieta con sus mejores galas y le colocó sobre el pecho un gran ramo de flores. Lloraba como desesperado junto a la cama donde yacía. Pero, según la narración de “El Orden”, a poco andar empezó a expandirse, “como rumor infundado, la sospecha de que en aquella muerte había un misterio”. Esto coincidió con algún tipo de “receta peligrosísima que el doctor Vivanco había suscripto para un enfermo y con otros despropósitos que habían llamado la atención del farmacéutico”, narra la crónica. Esto hizo que el pueblo comenzara “a dudar no solamente de la preparación de Vivanco y de la autenticidad de su título, sino hasta de su identidad personal”.
Nombre y título falsos
Frente a ese cuadro, el jefe político, comandante Bernardino Martínez, inició una investigación. Llamó a Vivanco y “lo interrogó por su falta de inscripción en el Consejo de Higiene”, además de requerirle “la presentación de su libreta de enrolamiento”. Pudo así descubrir que Carlos Vivanco se llamaba en realidad Valentín Benussi, y que no era médico. Hizo la denuncia al doctor Tagle, juez de Instrucción de Córdoba. Este ordenó exhumar el cadáver de Julieta para practicarle una autopsia.
El cadáver tenía el pecho cubierto por una toalla. Cuando el médico forense hundió el escalpelo en esa zona, “descubrió un orificio causado por una bala, perfectamente taponado y cubierta su superficie por una sustancia que imita la piel”. Luego extrajo la bala. Fue inútil que Vivanco alegara que Julieta se había suicidado, y que lo único que él quiso fue esconder el hecho para no desacreditarla.
Una novela
En fin, el juez del Crimen, doctor Ordóñez, lo halló culpable del asesinato de Julieta y de estafa a la “Comisión Pro Médico de Quilino”. Lo condenó (setiembre de 1914) a 18 años de prisión, con reclusión permanente durante 10 días, en cada aniversario del crimen.
En 2010, el periodista y escritor Víctor Retamoza publicó en Córdoba la novela “Las videncias de Irene”. De acuerdo a las referencias de internet, ese libro contiene datos históricos y personajes reales, mezclados con otros novelescos, sobre el falso médico de Quilino.
El autor cuenta que la madre de Benussi se llamaba Irene, y era maestra en la localidad de El Chañar, departamento Sobremonte. Su marido la había abandonado. Valentín, el único hijo que tuvieron, creció, se hizo agraciado y de buen porte, y resolvió cambiarse de nombre: sustituyó el Valentín por “Manuel”.
La incógnita
Pasó a Buenos Aires a estudiar medicina. Nunca se recibió, pero empezó a mentir que era médico. Pasó a la localidad de Victoria, Entre Ríos, donde se casó con una rica heredera. La dejó al poco tiempo, para fugarse con Julia (la Julieta real), una joven hija de franceses. De paso, se autobautizó por tercera vez: “usurpó el nombre de su benefactor, Carlos Vivanco”, dice el novelista. Después, la pareja pasó a Quilino.
En suma, habría que separar en el libro lo que es historia de los añadidos de ficción. En su ensayo sobre la novela cordobesa, “Los que pintan la aldea” (Córdoba, 2011), la estudiosa Susana Chas coloca a la obra de Retamoza en el capítulo “La no ficción y los archivos de la memoria”.
Lo que nunca sabremos es sí la breve intervención del falso médico tuvo que ver con la muerte de don Lucas Córdoba. Un telegrama fechado 14 de noviembre de 1913, que publicó “El Orden” al iniciarse la causa criminal, no hallaba difícil que el doctor Tagle, juez de Instrucción, ordenase la autopsia del cadáver del ex gobernador, “porque existe la sospecha de que su fallecimiento fue causado por los remedios del falso médico”.
Esa medida nunca se tomó. Pero quedó una tétrica historia envolviendo los últimos momentos de aquel ilustre tucumano, tan querido por todos, que fue el teniente coronel don Lucas Córdoba.