El famoso músico Camilo Saint-Saëns estuvo tres días en Tucumán, en las fiestas del Centenario. Ofreció un aplaudido concierto, pero sus estallidos tuvieron en vilo a autoridades y admiradores
En 1916 se celebraba el Centenario de la Independencia. Era una fiesta muy de Tucumán, pero también de toda la Nación. A pesar de eso, el presidente Victorino de la Plaza y el Congreso apenas se dieron por enterados. No sólo mezquinaron al máximo los fondos que pedía el gobernador Ernesto Padilla, sino que el primer magistrado no vino a nuestra ciudad ese memorable 9 de julio.
A pesar de que su antecesor, Roque Sáenz Peña, había instalado la costumbre de celebrar esa fecha en Tucumán, el doctor De la Plaza avisó que debía permanecer en Buenos Aires para presidir los actos oficiales (que no salieron de lo común, a pesar de la trascendencia del aniversario). Se limitó a enviar, como delegado, al ministro de Instrucción Pública, Carlos Saavedra Lamas.
Fiestas del Centenario
De todos modos, desde que había muerto Sáenz Peña, el gobernador Padilla preveía la reticencia de su salteño sucesor en la Casa Rosada. Y a pesar de los crónicos apuros del presupuesto provincial, se las arregló para armar una celebración más que digna del Centenario. Así, puso en marcha el tranvía rural, abrió las puertas del Museo de Bellas Artes y del Gimnasio Sáenz Peña, inauguró dos reuniones científicas muy importantes (el Congreso Americano de Ciencias Sociales y la I Reunión Argentina de Ciencias Naturales) y libró al público la casa restaurada del Obispo Colombres, por ejemplo, entre desfiles, piedras fundamentales, recepciones y fiestas varias a las que asistieron multitudes.
Uno de los números culturales fuertes del programa de julio era la visita del célebre compositor y ejecutante francés Camilo Saint-Saëns. Nadie sospechaba que la estadía tucumana de ese gigante de la música iba a tener ribetes de pesadilla. La crónica periodística, combinada con la evocación que publicó el crítico musical JulioAlberto Castillo en 1935, permiten reconstruir sus alternativas.
Llega Saint-Saëns
El viernes 16 de junio de 1916, soleada mañana de invierno, Saint-Saëns llegó en tren a la ciudad de la Independencia. Descendió del vagón entre aplausos de las niñas de la Academia de Bellas Artes y galerazos de los caballeros de la comisión de recepción.
“¡Ah, qué bello es Tucumán!”, fue lo primero que dijo el regordete francés de barba blanca, cuyo rostro tenía cierto parecido con el del doctor Dardo Rocha. Contaba entonces 81 años -viviría otros cinco-, pero podía dársele mucha menos edad por la soltura y el nervio que ponía para desplazarse y para hablar.
La diligencia de Adolfo Rotckoff, secretario de los empresarios teatrales Da Rosa-Mocchi, había logrado esta visita que parecía un imposible. El maestro venía acompañado por el violinista Auguste Mourage y el cellista Michel Deledicque. No sospechaban Rotckoff ni el gobernador Padilla los sofocones que se les venían encima.
De Alemania, nada
En primer lugar, ni bien pisó Buenos Aires, Saint-Saëns advirtió que de ninguna manera tocaría en un piano de marca alemana. Eran los días de la Guerra Mundial y el maestro no soportaba a los “boches” ni siquiera como fabricantes de instrumentos. Cundió la desesperación en Tucumán, donde los -pocos- pianos de concierto existentes eran alemanes, por lo general del sello “Bechstein”. Todo pareció derrumbarse y se le explicó por telegrama que había que suspender la función, al ser imposible superar el obstáculo. Sorpresivamente, el maestro telegrafió: “tocaré en el piano que tengan”. Hubo alivio general.
Desde la estación, un auto lo condujo raudamente al hotel Savoy. Los periodistas recogieron algunas de sus observaciones al pasar, mientras miraba el chato paisaje urbano de Tucumán. “Es la edificación que prefiero”: le gustaban “las casas de veinte pisos de Nueva York, pero encuentro horribles las de dos o tres pisos”, dijo. Una vez en su alojamiento pidió que lo dejaran solo un par de horas.
Tormenta en Casa Breyer
Cerca del mediodía partió a la prestigiosa Casa Breyer, para probar el piano del concierto. Pronto los empleados podrían apreciar de cerca el bilioso temperamento del maestro. Hizo a un lado los saludos, pidió que se cerrara el local mientras él estuviera, y que encendiesen la mayor cantidad de estufas posibles.
De repente se fijó en las vidrieras. Para homenajearlo, estaba expuesta una gran cantidad de partituras de su autoría. Saint-Saëns montó en cólera. Vociferó que se trataba de ediciones piratas, que nunca había autorizado, y ordenó que, mientras permaneciera en Tucumán las sacaran de la vista del público.
Enfundado en un gabán forrado de pieles, gritaba como auténtico energúmeno, y sólo la diplomacia del inefable Rotckoff pudo calmarlo. Al fin, accedió a firmar un autógrafo y se retiró refunfuñando. Detrás, la gente de Breyer quedaba consternada.
En la Academia
No fue el único problema del día. Saint-Saëns notificó a los organizadores que no tocaría sentado en el taburete redondo habitual, sino que necesitaba una banqueta rectangular de ciertas dimensiones. Empezó el apuro para procurarla, sin éxito, en mueblerías y casas de familia. Providencialmente, hacia el anochecer, la casa de fotografía de Valdez del Pino trajo una que pareció satisfacerlo.
El programa de ese viernes siguió con una visita a la Academia de Bellas Artes. Establecimiento fundado en 1909, era la primera institución oficial de cultura y el centro local por excelencia para aprender dibujo, pintura y música.
Las niñas pronunciaron discursos en francés, el maestro besó manos, le tiraron flores, y finalmente se sentó a escuchar a las hermanas De Arzuaga y a Sarah Carreras interpretar música suya (la “Polonesa”, op. 77) y el “Preludio” de Rachmaninoff.
Ni Franck ni firmas
El ambiente se enrareció de pronto, cuando otra ejecutante anunció que iba a ofrecer una composición de Cesar Franck. El maestro se enfureció. ¿Cómo era posible que quisieran hacerle oír productos de ese sinvergüenza, que lo había sustituido en la presidencia de la Sociedad Nacional de Música de París? No. Se negaba terminantemente a escuchar obras de Franck, ni siquiera en Tucumán.
De allí en adelante, las cosas empeoraron. Sarah Carreras se adelantó con una partitura del “Estudio en forma de vals”, para que la autografiase. El maestro firmó a regañadientes. Entonces, las otras alumnas se animaron y avanzaron a su vez blandiendo partituras. Fastidiado, Saint-Saëns se despidió con brusquedad, y abandonó la Academia musitando -evocaría Castillo- “algunas frases nada amables en su idioma natal”.
El concierto
El sábado, con palcos y plateas colmados, tuvo lugar el concierto en el Teatro Odeón, hoy San Martín. Todas las obras del programa eran de la firma del maestro (“Trío”; “Sonata para violín y piano”; final del primer acto de “Sansón y Dalila”; “Sonata para violoncello y piano”; “Habanera”; “Rapsodia de Aubernia”), salvo el “Impromptu” y los “Estudios 13 y 12”, de Chopin. Está de más decir que la crítica del día siguiente amontonaría los más desmesurados elogios sobre la calidad de la ejecución.
Pero no toda la concurrencia guardaba el respetuoso silencio que exigía Saint-Saëns. En uno de los palcos “avant-scène”, un grupo de jóvenes se puso a conversar. Temeroso de la ira del maestro, Deledicque empezó a mirarlos con ojos llameantes. Logró felizmente que los conversadores fueran abandonando el palco, con lo que el concierto pudo terminar sin incidentes.
Bastonazo de protesta
El domingo 18 era el último día de Saint-Saëns en Tucumán. El gobernador Padilla lo invitó a la inauguración del Museo Provincial de Bellas Artes, en los altos del edificio de 24 de Septiembre novena cuadra, donde hoy funciona el Archivo General. Allí el maestro José Ruta, director de la Banda de Música de la Provincia, resolvió lucirse ante el maestro haciéndole oír varias de sus composiciones.
Cuando llenaban el aire los acordes finales de la “Danza macabra”, Saint-Saëns dio un violento golpe con el bastón en el piso, para mostrar su absoluto desacuerdo con la ejecución de la Banda. Desolado, el maestro Ruta se apresuró a darle explicaciones, que el irascible viejo rechazaba sin contemplaciones.
Una disculpa
La ceremonia terminó, así, en un clima que podía cortarse con un cuchillo, y que ni siquiera la cortesía y habilidad del gobernador Padilla y su comitiva lograron disipar totalmente. Aunque la crónica no lo registra, se supone que el viaje a Villa Nougués, programado para un rato más tarde, calmó en algo la indignación con el excelente maestro Ruta, desautorizado y humillado delante de todo el mundo.
Hay que decir, en honor de Saint-Saëns, que varios meses más tarde se disculpó en una carta a Ruta, que publicó LA GACETA en facsímil. Le aseguró que su observación de 1916 en Tucumán, “no tenía más motivo que el procurar la perfección absoluta de una ejecución admirable”. Y agregaba: “me es grato y lo considero un deber, volverle a repetir que la ejecución de mis obras (por la banda de música tucumana) me había dejado completamente satisfecho, y de expresarle mi sincero agradecimientos”. Ignoramos si a Ruta le sirvió demasiado la tardía aclaración.
Esa noche de domingo, el maestro tomó el tren de regreso a Buenos Aires. Se puede imaginar sin esfuerzo, la magnitud del suspiro de alivio exhalado por quienes lo despidieron en la estación.