En tiempos coloniales, las rejas de esta zona del país fueron de madera, antes de ceder paso al “fierro vizcaíno”. Luego, sus líneas simples serían reemplazadas por una profusa ornamentación.
La reja, según la definición académica, “es una red formada por barras de hierro de varios tamaños y figuras, que se pone en las ventanas y otras aberturas para seguridad y para defensa”. En los tiempos inmediatos a la fundación de las ciudades del Noroeste argentino, no existían las rejas de hierro.
El historiador Bernardo Frías, en sus “Tradiciones históricas”, informa que el “fierro vizcaíno” -como lo llamaban los documentos- era el único que permitía importar a estas tierras la Corona española. Y “no venía con la abundancia deseable, y costaba como un diamante”.
Pero, como lo que sobraba era la madera, esta reemplazaría al “fierro”. No había bisagras en las puertas de la época, denominadas “de quicio” por ese detalle. Una recia espiga de madera insertada en el marco les permitía, entre chirridos, el giro necesario para abrirse y cerrarse.
Largo reinado de la madera
Eran también de madera “las rejas de las ventanas, las barandas de las escaleras”, y el “antepecho del balcón”, cuando lo había, dice Frías. Pueden verse hoy en Tafí del Valle, en alguna ventana de la “sala” jesuítica de La Banda. El hierro existía solamente en la cerradura de la puerta principal, con una llave tan grande “que a veces no cabía en el bolsillo y con cuyo golpe, usándola también como arma en la pelea, podía fácilmente matarse a un hombre”. Esto en las casas importantes: en las demás, había una pesada tranca de madera por toda seguridad.
Al permitir la Corona la apertura del puerto de Buenos Aires, pudo ingresar en mayor abundancia aquel “fierro vizcaíno”. Las puertas “de quicio” fueron reemplazadas, en las viviendas de la gente afortunada. Entraron a usarse las bisagras, a la vez que se difundían los cerrojos y los pasadores de metal.
Llegan las rejas
Con ellos aparecieron las rejas de hierro -en el zaguán, después de la puerta de calle- y en las ventanas. Al principio eran de diseño muy simple: barrotes cuadrados, “gruesos, reforzados cada media vara por un travesaño, fuerte también, que salía del muro”. Tenía en el centro “la ‘flor’ o adorno, en todas iguales, que consistía en cuatro eses combinadas”.
Como en Tucumán se demolió sin misericordia toda la edificación colonial (ni la Casa Histórica se salvó de esa febril piqueta) son muy escasas las muestras de rejas de hierro anteriores a 1810.
Sin embargo, en el Museo Histórico “Presidente Avellaneda” puede verse un original que perteneció a la casa contigua -demolida en 1966- del gobernador Bernabé Aráoz. Tiene el típico y sencillo aspecto de esa época, con sus barrotes cuadrados y el único ornamento de la “flor” central.
Como esta fueron las que tenían muchas casas de nuestra ciudad, allá por la época de la Independencia y las guerras civiles. Sobresalían varios centímetros de las fachadas, por lo que no eran raros los topetazos de los transeúntes que caminaban en las noches oscuras, como dice Vicente Nadal Mora que ocurría en Buenos Aires.
Vientos italianos
También las rejas exteriores de la Casa de la Independencia son de este tipo. No sabemos si las de la fachada son copias u originales, aunque bien pudieron pertenecer a la vivienda colonial de los Piedrabuena, cuyo material de demolición se utilizó para reconstruir el local histórico, en 1942. Pero sin duda son auténticas las del Salón de la Jura, ya que éste se dejó en pie al tumbarse el resto de la casa, en 1904.
Luego, a mediados del siglo XIX, se empezó a asistir a la “italianización” de las rejas de Tucumán. Perdieron en sencillez, pero ganaron en lujo y espectacularidad. Las casas se fueron adornando con estas magistrales artesanías, que exhibían “profusión de rizos y floreros, o repetición de motivos geométricos, husos, círculos cruzados, roleos, etcétera”.
Podían estar al nivel del muro, como se las ve en la Casa Padilla; o ser “panzonas” y sobresalir, como las que adornaban la antigua casa de doña Bersabé Lobo, en Crisóstomo Alvarez al 200. La fachada, muy deformada y derruida en parte, todavía está en pie, pero ya sin las rejas. Un magnífico portal de reja tenía la casa -hoy playa de estacionamiento- de la familia López Mañán, en 24 de Setiembre 635.
Imponente ejemplar
Claro que ninguna reja de Tucumán superó en imponencia a las que doña Trinidad de Berrios donó, en 1891, para cerrar el atrio de la iglesia de San Francisco. Las podemos admirar intactas hasta hoy, como una muestra de lo que un buen artesano podía ejecutar. El herrero debió ser de Tucumán, suponemos, por la dificultad que significaría trasladar desde otra parte tan enormes piezas.
En cuanto a las grandes rejas exteriores, merecen un recuerdo las -desaparecidas- del Colegio Nacional, o de la casa de Nougués-Padilla, en 24 de Setiembre 675. Y pueden admirarse hasta hoy la “art nouveau” del templo de Santo Domingo, o la del Colegio Sagrado Corazón.
Después, los nuevos gustos arquitectónicos irían haciendo desaparecer las rejas, que terminaron arrumbadas en los corralones y desarmadas para otros usos. Eso hasta los años relativamente cercanos, en que se inició la revalorización de las cosas viejas, y volvieron tímidamente a figurar, de vez en cuando. Así, es posible ver algunas casas nuevas que han incorporado a su estructura estas cancelas seculares, en el ejemplar original o en imitaciones.
Cosa de otros tiempos
Las rejas convocan a la literatura y la nostalgia. Fueron testigos de la vida de la ciudad de mediados del siglo XIX y comienzos del que pasó, ya desaparecida definitivamente. Protegidos por esos primores de hierro, los habitantes de las casas podían mirar a la calle, así como las ornamentaban al paso de las procesiones, o les colgaban crespones negros en el caso de muertes en la familia.
También a través de la reja se desarrolló el ceremonial romántico de las miradas, de las serenatas y de alguna breve conversación de jovencitas con sus galanes, burlando la vigilancia de los mayores.
En muy pocas casas -por ejemplo, la de Las Heras 241- se pueden admirar hoy las maravillosas cancelas de dos siglos atrás. Esas que “formaban, en la penumbra de los zaguanes, un luminoso mosaico de hierros, a través del cual brillaban los viejos patios con macetones”.