Nuestra estatua de San Martín en su plaza.
El 24 de setiembre de 1910, a las 4 de la tarde, el intendente municipal de Tucumán, Eduardo Paz, descubrió la estatua de nuestra plaza San Martín. Era una réplica en bronce de la que Louis-Joseph Daumas había ejecutado para el paseo del mismo nombre, en Buenos Aires.
Dos días más tarde, el diario “El Orden” publicó un duro juicio crítico. “Es el San Martín de todos los pueblos y ciudades: a caballo y con el dedo hacia el horizonte. Así lo ha concebido el primer monumento y por eso estamos condenados a la visión perpetua de ese San Martín ecuestre que se repite desde la plaza de Buenos Aires hasta Boulogne Sur Mer”.
Se preguntaba: “¿No habrá un modo distinto de honrar a San Martín? Resulta una reedición eterna, una reedición aburridora de la misma postura, del mismo gesto… Nadie concibe a San Martín sobre Los Andes, a San Martín meditando, a San Martín combatiendo. Todo el mundo está obligado a contemplarlo con la diestra hacia el horizonte, pues de lo contrario se lo consideraría violador del dogma sagrado de la vulgaridad, diosa de nuestras inspiraciones patrióticas y musa divina del arte administrativo”.
“Sería sin embargo muy conveniente incurrir en este delito y no vivir de pura imitación y, lo que es más grave, de tercer orden. Malos moldes, artistas mediocres, economía peor entendida, que resulta cara: eso contribuye a afear las ciudades. Todas son reproducción de lo que se hace en Buenos Aires, y en Buenos Aires se hacen excelentes fraudes electorales y pésimos monumentos”. Se “ha desparramado medio millón de estatuas de La Libertad” y ahora tenemos millones de monumentos de San Martín. “Algunos lo tendrán con zócalo de granito, otros de mármol y nosotros de simple ladrillo, tapado con argamasa. No había dinero para tres chapas de mármol y lo han cubierto miserablemente con tierra romana”.