Afectuosa evocación de Mariano V. Escalada
Nicolás Avellaneda era “un nombre que trae a mi memoria gratísimos recuerdos”, escribió Mariano V. Escalada en 1909. “Han transcurrido más de treinta años. Muchas cosas he olvidado totalmente; pero de este hombre, pequeño en apariencia y en realidad tan grande, conservo vivísima impresión”, aseguraba.
“Lo veo pasándose las manos por las mejillas, como quien necesita una ayuda para pulir lo pulido; y a diario, cuando era presidente, atravesando muchas veces, solo, la plaza de las Victoria, hoy de Mayo, con su paso diminuto y sostenido en sus altos taquitos; se diría que ponía coquetería en lucir sus pequeños pies como sus altos talentos”.
Avellaneda caminaba “con visible esfuerzo, pero su aire era tan noble y mesurado que a pesar de lo discreto de su mirar, se adivinaba tras de aquella figurita un alto carácter, dotado de la indomable energía que siempre mostró dirigiendo los destinos de la República”.
El doctor Escalada supo frecuentar la casa del ilustre estadista tucumano. Cuenta que “en la conversación familiar hablaba con la sencillez y el encanto del verdadero sabio”. Tenía la costumbre “de acentuar el sonido de algunas letras; pero al pronunciar sus discursos parlamentarios o en la mesa de los banquetes, la voz, de musical se tornaba en poderosa”. Nacían “sonoridades increíbles en aquella garganta suavísima, arrastrando en un vértigo a sus auditorios electrizados”.
Afirma Escalada que, para apreciar al soberbio orador, “era preciso verlo y oírlo: treinta años han pasado, pero el fuego sagrado de sus discursos permanece aún, iluminando la historia intelectual contemporánea”.