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LOS AMIGOS POLÍTICOS. Desde la izquierda, con frac y moño blanco, Julio Argentino Roca, Miguel Juárez Celman y Eduardo Wilde, dirigentes que Posse apoyó con fervor en "Fígaro". LA GACETA / ARCHIVO

Con sus sarcásticos y originales artículos, Benjamín Posse fue una estrella de la prensa nacional en las décadas de 1870 y 1880. También levantó polvareda en la tierra natal


A nadie le suena hoy el nombre de Benjamín Posse. Sin embargo, durante las décadas de 1870 y 1880, este tucumano fue un periodista de nombradía nacional y muchos lo consideraron auténtico maestro del oficio.

Pariente pobre de una familia de industriales, nació en Monteros. Era hijo de Benjamín Posse Insua y de Vicenta Álvarez. Tenía “cuatro meses, cinco días” el 17 de abril de 1853, cuando el presbítero Lucas Córdoba lo bautizó en la Matriz de la ciudad capital.

Desde niño mostró que era inteligente y despierto. El Gobierno de la Provincia, en 1865, le dio una beca de estudios en el Colegio Nacional. Pero no llegó a recibirse de bachiller, y hacia 1870 partió rumbo a Buenos Aires para tentar suerte. En el artículo autobiográfico “Historia de un joven pobre”, que publicó en “La Razón” de Tucumán en 1877, Posse relataría las penurias que afrontó en la gran ciudad.

Cuenta que encontró trabajo en un colegio. Que se alojó en casa de su tío, el cirujano militar Caupolicán Molina, quien lo alimentó bastante tiempo. Contrajo la fiebre amarilla en la epidemia de 1871, pero logró salvar la vida. Después perdió su alojamiento. La suerte empezaría a mejorar recién cuando encontró trabajo en el diario “La Opinión”.

La vocación

Corrector de pruebas al comienzo, fue ascendiendo y llegó a editorialista. Entonces lo llamaron de “La Tribuna Nacional” para confiarle el cargo de redactor. Había encontrado su verdadera vocación. Sería periodista como el famoso José “Pepe” Posse, el dilecto amigo de Sarmiento, hermano de su padre. Según Mariano de Vedia, el joven Posse “tenía el dominio de las formas”: era “seguro en la elección del adjetivo y lograba en todo caso su intento, mortificando o haciendo reír, pero convirtiendo su producción periodística, breve e intensa como un soneto, en verdaderas joyas de valor intrínseco y de buena luz”.

Volvería a Tucumán en plena euforia de la campaña del Partido Autonomista Nacional para llevar a Nicolás Avellaneda a la presidencia. Asumió la redacción de “La Razón”, el diario más importante de la época y puntal por entonces del avellanedismo. Simultáneamente, su tío “Pepe” le consiguió en el Colegio Nacional, del que era rector, las cátedras de Historia y Filosofía.

Polémica y un incidente

Las ironías que Posse se permitía en sus clases respecto del catolicismo, suscitaron la réplica del prestigioso dominico Ángel María Boisdron, desde el púlpito, en julio de 1877. Posse se defendió en las columnas de “La Razón” y Boisdron volvió a contestarle. Se inició entonces un áspero intercambio de artículos, en cuyo transcurso, recordaba Ernesto Padilla, la “agresividad verbal” de Posse “no conocía límites”.

La dirección del diario debió poner fin a la polémica, cuyas piezas principales se reprodujeron en la prensa del país. En “El Eco de Córdoba”, Luis Vélez secundó resueltamente al padre Boisdron, con tanta dureza que Posse lo demandó, sin éxito, ante los tribunales.

Miguel Cané le aconsejaba controlarse. “Usted es altivo, un tanto cáustico y sus apreciaciones suelen ser excesivamente violentas. No seré yo quien le aconseje bajezas, pero sí un poco de filosofía y ‘savoir faire’. Mi carácter, que tiene algunos puntos de contacto con el suyo, me ha hecho bastante daño ya: ese daño me autoriza a dar la voz de alarma a mis amigos”, decía su carta de marzo de 1877.

Pero los incidentes de Posse a veces trascendían el campo de la pluma y el papel. La esposa del gobernador Federico Helguera, en una carta de 1879, contaba a su marido que durante la retreta de la plaza Independencia, el doctor Miguel M. Nougués interpeló a Posse, preguntándole si era el autor de un artículo en su contra. “El otro le contestó que sí con palabras muy insolentes, al mismo tiempo que sacaba su revólver y le hacía un tiro”. Pero Nougués “pudo desviar la bala tomándole la mano y apretándole del cuello; dicen que le dio algunos varillazos también con la varita”, narraba la señora.

Amigo de Juárez y Roca

Posiblemente a causa del incidente de la plaza, Posse dejó de redactar “La Razón” y partió a Córdoba. Allí enseñó Filosofía en la Universidad y fundó “El Interior”, periódico que hizo marchar al compás de su bulliente estilo. En esa imprenta publicó, en 1880, unos “Apuntes biográficos del general Julio A. Roca” que son, junto con su traducción de “L’esprit nouveau” de Edgard Quinet, los únicos libros que produjo.

En Córdoba se inició la amistad con Miguel Juárez Celman. Sería Posse su más entusiasta sostenedor político, desde entonces. Otro amigo, Julio Argentino Roca, creía firmemente en Posse, en su “talento, coraje y estilo admirable”, según escribía a su hermano Ataliva. “Es un batallador de primer orden que deja muy atrás a esos remendadores de frases que hace veinte años están escribiendo el mismo artículo”, opinaba el general.

En Buenos Aires

Roca lo llevó a Buenos Aires, y allí se instaló definitivamente Posse con su esposa, Josefa del Campo. Fue subsecretario de Instrucción Pública, hasta 1883. Más tarde, en 1887, asumió una vocalía en el Consejo Nacional de Educación, junto con Carlos Guido y Spano, Federico de la Barra y Félix Martín y Herrera.

Escribió en otras hojas -como “El Pueblo Argentino”- pero se hizo famoso en su periódico “Fígaro”, como acérrimo propagandista y defensor del presidente Juárez Celman. Sus artículos llenos de gracia y de ironía eran el comentario de todo el mundo político.

Según David Peña, fue Benjamín Posse “el creador de un género literario en el periodismo nacional, tan eficaz como ninguno de los que se hayan intentado para el fin de la divulgación y del éxito: la brevedad del articulo y la construcción bíblica del período”. Para Peña, se debió a Posse “la introducción del editorial corto y, en este, la menor dosis de palabras con la mayor y más intensa de las intenciones”.

Prosa con flechas

La prosa del tucumano nada tenía de conceptuosa. “En una sonrisa literaria envolvía la flecha que daba en tierra con el contendor: porque fue siempre, por las épocas en que actuó, por los sucesos y partidos en cuyo seno batalló, polemista antes que apóstol”.

Su olfato político era certero. Por ejemplo, advirtió al candidato Juárez Celman que no podía contar con electores tucumanos en la elección presidencial de 1886, aunque se lo prometieran. “Allí -abstracción hecha de mis afecciones e intereses en la política local- lo he visto a usted apuntando a mala carta: allí va mal”, le dijo en una carta. No se equivocaba, ya que Tucumán votó masivamente por su adversario Bernardo de Irigoyen.

Sería sobrino de don “Pepe” Posse, pero el tío no le tenía mucha simpatía. En una carta a Domingo Faustino Sarmiento, don “Pepe” le recomendó cuidarse de Benjamín por ser “espía de la Policía”. En otra misiva, lo tildaba de “bribonzuelo que anda viajando, llevando y trayendo chismes y enredos de quien nadie hace caso”.

Antes del 90

El presidente Juárez Celman hizo elegir diputado nacional por Tucumán a Benjamín Posse. Tomó posesión de la banca en mayo de 1888. Ya estaba enfermo y no llegó a ver la revolución del 90, que tumbó a su amigo. Murió un año antes, el 16 de octubre de 1889.

Su amigo Lucio V. Mansilla, en un largo artículo de las “Causeries de los jueves”, afirmaba que lo mató la tuberculosis. “¡Pobre Posse, muerto tan joven! y tísico, y él se creía enfermo del estómago. ‘Aquí está mi mal’, solía decir tocándose ese órgano”. Y “no veía, en su daltonismo, su estado nervioso crónico, con tos seca, frecuente, su expectoración sanguinolenta, su falta de apetito, ni su misma cara hipocrática, de espectro, en el espejo”.

Un retrato

En “Caras y Caretas”, José S. Álvarez (“Fray Mocho”) trazó un vívido retrato físico de Benjamín Posse. “Era hombre de mediana talla, huesudo, alto de carnes, un tanto cargado de hombros y de pecho saliente y estrecho: su fisonomía era de líneas agudas, encuadradas por una barba castaña escasa y lacia y por unas cejas pobladas y movibles que servían como de zócalo a una frente ancha, despejada y ligeramente curva”.

Tenía labios finos, “y algunas arrugas en la comisura le daban el aire de sonreír y una expresión de ironía que ponía en guardia a cualquier observador”. Sus ojos “eran pardos y tenían aspecto de dormidos”.

Para Álvarez, “el conjunto del rostro, la expresión, tenía algo de Olegario Andrade. Caminaba generalmente con paso tardo, el sombrero en la nuca, la cabeza ladeada, los hombros encogidos, las manos en los bolsillos del pantalón y el bastón bajo el brazo”. En suma, “su cuerpo revelaba enfermedad, cansancio, fatiga; pero en su rostro se veía luz de ideas”.