Su vida austera admiraba a un periodista.
Un día de abril de 1922, un periodista de “El Orden” realizó una visita a Miguel Lillo. Sus impresiones se publicaron luego con una gran foto, en el diario. Pero lo curioso es que no contenía preguntas ni respuestas. Estaba compuesta por referencias admirativas que surgían al redactor mientras, con el sabio, recorría la biblioteca y las colecciones.
Decía el periodista que Lillo, en nuestro país “resume la situación en que se encuentran todos los hombres que valen. Se le desconoce, es ignorado como todos aquellos que jamás aparecen en crónicas sociales; que no asisten al club, ni andan en rencillas y cuentos políticos jugando a las escondidas, ni van a las carreras, ni frecuentan los salones, entorchados de petulancia y vanidad”.
Vive en Tucumán, en una casa de las afueras, “entre la sombra de árboles adustos que cobijan sus meditaciones y guardan su ostracismo en el sereno silencio donde quema su vida y sus fuerzas en la beatitud del saber. Lillo no es doctor. Es algo más y me lo dijo sonriendo: ‘He estudiado por mí mismo, soy un autodidacta”.
El periodista comprendió entonces “el sentido del ‘doctor’ que tanto martillea nuestros oídos en la calle, en la plaza, en el almacén. Lillo es un docto. Un respeto instintivo me hacía prescindir de llamarlo ‘doctor’ cuando me dirigía a él para preguntarle algo, no obstante que todos, respetuosamente, le dan ese calificativo”.
Es un hombre “discreto, apenas habla, de su vida nada dice”. Es alguien que “ha encanecido en el estudio, y su mirada penetrante dice a las claras que anda todavía disputando a la naturaleza sus misterios. Es sabio porque ha profundizado la química, la zoología y la botánica, la arqueología; y no obstante que sigue siempre su cerebro en esos terrenos, dedica cierto tiempo de sus horas propicias a la astronomía y a la literatura”.