Wilde y Cárcano en casa de Avellaneda.
Corría 1884 cuando el doctor Eduardo Wilde invitó al joven Ramón J. Cárcano a visitar al ex presidente Nicolás Avellaneda, en su casa de la calle Moreno. “Aunque Avellaneda estará en cama, es el momento oportuno para visitarlo”, dijo Wilde a su acompañante.
“Usted habrá observado que a mis amigos los visito de mañana temprano, procurando encontrarlos aún en el dormitorio. Algunas veces tengo que esperar que salga la señora, y otras veces tengo la suerte de que me reciban los dos. La mañana y la cama son la hora y el lugar propicios a la confidencia. Por eso soy el hombre mejor informado de Buenos Aires”, agregó.
Llegaron a la casa de Avellaneda. El tucumano, ya bastante enfermo, estaba sentado en la cama, apoyado en grandes almohadones. Su esposa, doña Carmen Nóbrega, le acercaba en ese momento un vaso de leche, y el hermano, Marco Avellaneda, conversaba desde una silla contigua.
El dueño de casa los recibió con afecto y los acomodó en un sofá de la habitación. Contó que no podía salir por orden del médico; pero que se sentía mejor y que al día siguiente iría a la Universidad. Como se sabe, era rector de la casa de estudios porteña.
Recordó con afecto a don Inocente Cárcano, padre del visitante, a quien conoció en Córdoba, en su época de estudiante. Expresó al hijo que “por tu padre conocí a (Giacomo) Leopardi, el poeta del dolor”. Pidió a su yerno, el doctor Viale, que le acercara dos tomitos de la biblioteca. “Tráigalos para que los lleve este muchacho”, le indicó y, cuenta Cárcano, “con sus propias manos me ofreció dos pequeños volúmenes de Leopardi, que conservo como doble recuerdo, de mi padre y de su ilustre amigo”.