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24 DE SETIEMBRE Y LAPRIDA. En esta foto de 1870, ya eran normales esas veredas que medio siglo atrás resultaban muy escasas. la gaceta / archivo

Una rareza, a comienzos del siglo XIX


En la documentada reconstrucción de los sucesos y personajes del Tucumán de la Independencia que contiene su libro ”La ciudad arribeña” (1920), Julio P. Ávila dedica un capítulo a las calles y a las casas.

Se detiene, por ejemplo, en las veredas. Afirma que no puede decirse que no las había, “pero, para ser más exactos, diremos que eran más las casas sin veredas, que las que las tenían ya construidas”. Y “no acostumbrándose entonces a dar un nivel uniforme, y faltando veredas en muchas casas, en la oscuridad de la noche resultaba peligroso caminar por las aceras, siendo preferible hacerlo por el centro de las calles”.

Las pocas aceras que existían “eran de ladrillo, contenidas dentro de un grueso marco de madera de quebracho, sujeto por gruesos pilares y puntales de la misma madera”. En cada esquina, “había grandes y sólidos postes, también de quebracho, para impedir que las carretas, con sus enormes ejes de palo, destrozaran los edificios. Las veredas tenían, clavadas en el suelo, puntas de hierro con argollas para atar a los caballos de los campesinos: en las casas de negocio, este detalle era imprescindible”.

En 1810, el Síndico Procurador del Cabildo, don Cayetano Aráoz, recordaba la vigencia de la obligación de poner veredas “para que se facilite el tránsito con más comodidad y sirvan de adorno”.

En consecuencia, advertía a los propietarios ubicados a “dos cuadras a la redonda de la plaza”, que debían construirlas en un plazo de 15 días, bajo la pena de aplicárseles una multa de 25 pesos.