Un prólogo de Marco Manuel de Avellaneda.
El obispo de Camaco, doctor José Agustín Molina (1773-1838), piadoso tucumano que fue prosecretario del Congreso de la Independencia, tenía una especial devoción por la Navidad. Al acercarse esa fecha, fomentaba en entusiasmo el armado de pesebres hogareños y dirigía grupos de niños que recorrían las casas entonando villancicos. Después de su muerte, se compilaron sus canciones piadosas, para una edición que no sabemos si llegó a imprimirse. El doctor Uladislao Frías (informa Juan B. Terán en los “Reflejos autobiográficos de Marco M. de Avellaneda”) tenía en su archivo el original del prólogo, y afirmaba que autor del mismo era el doctor Avellaneda, el futuro “Mártir de Metán”. Este era gran amigo y admirador del prelado.
Decía aquella “Advertencia” que las composiciones de Molina “son, por decirlo así, un secreto de familia, que el autor no quiso ni imaginó jamás que fuera revelado”. Tenía “por mucho tiempo la costumbre de escribir una canción o letrilla en el día en que la Iglesia celebra el nacimiento del Salvador del mundo”. Esas poesías estaban destinadas a ser leídas únicamente por una pequeña sobrina a quien Molina educaba, Rosa Justiniana Ugarte. Ella las conservó.
Molina “se proponía más instruir que deleitar”. Por eso, al cantar a la Navidad, se empeñaba en contener “hasta cierto punto, el vuelo de una fantasía” que, en otras composiciones había demostrado “tener el poder de elevarse hasta el cielo”. Comentaba Avellaneda: “¡Cuánta apacibilidad y dulzura hay en esos versos! ¡Con cuánta fluidez y naturalidad corre su pluma! No es el río impetuoso que brama; no es un torrente que se precipita; es un arroyuelo que serpentea sobre el musgo y se desliza mansa y apaciblemente…”