El pueblo recordaba la epidemia a su modo.
Entre fines de 1886 y comienzos de 1887, Tucumán fue azotada por una epidemia de cólera que mató a 3.000 personas según algunas fuentes, y a 5.000 según otras. En su “Cancionero popular de Tucumán”, Juan Alfonso Carrizo recogió coplas de esa época, en las que el pueblo comentaba la epidemia y posterior revolución armada (junio de 1887) que derrocó al gobierno provincial.
Don Agustín Domínguez, vecino de Huasa Pampa, Monteros, dictó a Carrizo estos versos: “Atiendan, señores míos,/ Recuerden, tengan presente,/ La peste que Dios mandó/ En el año ochenta y siete./ La peste que Dios mandó/ Daba una lástima doble:/ Padres perdieron sus hijos,/ Hijos perdieron sus padres./ El padre junto a la madre,/ Los dos de sentir se abrazan;/ Salen a morir al campo,/ Hasta lejos de su casa”.
La copla seguía: “La peste entró a la ciudad,/ A las ocho la mañana;/ Hasta las tres de la tarde/ El cólera no cesaba./ Allá dentró la Cruz Roja/ Contando que ella curaba;/ A los enfermos aún vivos,/ Así vivos los quemaba./ El cólera ya ha pasado,/ La revolución también./ Mas con el tiempo se espera,/ que los dos han de volver”.
La frase sobre la Cruz Roja con la afirmación de que “quemaba a los vivos”, registra una creencia de la ignorancia popular. Empezó a correr la voz de que esos abnegados voluntarios mataban a la gente, además de quemar, por razones de higiene, los ranchos de los coléricos.
Tales versiones, precisamente, dieron lugar a una atroz matanza en Los Sarmientos, donde gente de la Cruz Roja fue ultimada a puñaladas por vecinos, luego de haber asistido a los enfermos.