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“LA PORTEÑA EN EL TEMPLO”. El célebre óleo de Monvoisin muestra a la devota sentada en el suelo, ya que las iglesias ni tenían bancos.

Según “La ciudad arribeña”, de Julio Ávila.


En su erudito libro de 1920 “La ciudad arribeña”, el historiador Julio P. Ávila dedica varios párrafos a los usos y costumbres de San Miguel de Tucumán en tiempos de la independencia. Expresa, por ejemplo, que “la principal ocupación de las señoras era la de concurrir a los templos, no sólo para oír la misa los domingos y feriados, sino todos los días, a los distintos oficios: novenas, salves, rosarios, vía sacra, procesiones, funerales, entierros, confesiones, cofradías, etcétera”.

Para asistir a los templos, las damas usaban un traje especial. Se lo llamaba “vestido de iglesia”. Era de color negro y “podía ser de seda de la China, con su manta de merino del mismo color; y para las mujeres del pueblo, de cualquier género, pero oscuro”.

Las iglesias de aquella época carecían de bancos y de reclinatorios. Esto obligaba a las feligresas a sentarse directamente en el suelo, como lo representó Monvoisin en su famoso óleo “La porteña en el templo”. Se instalaban sobre una pequeña alfombra que iban cargando, “cuando no la conducían pequeños esclavos o sirvientas”.

Ávila se refiere también al atuendo de los hombres. Usaban, dice, “pantalones cortos, justillos de seda de vivos colores y levitas, levitones y frac; zapatos escotados con hebilla de oro; sombreros de pelo blanco o negro, muy anchos en la parte superior”. En los días de trabajo, el atuendo era “saco, capa con vuelta de terciopelo y también frac de telas de poco costo, como la ‘cottonia’, en negro y en colores, sin excluir el colorado”. En el verano, algunos cubrían su cabeza con los costosos sombreros de paja, traídos del Alto Perú. Para montar a caballo, se usaban botas, grandes espuelas de plata, sombrero de anchas alas, poncho y manta de vicuña.