El testimonio de Agenor Albornoz.
Don Agenor Albornoz (1875-1923), tucumano de Graneros, en su libro “En pos de maravillas” (1923), describe con viveza la yerra que presenció en alguna estancia –cuyo nombre no consigna- ubicada en la zona montañosa. Empieza recordando que “en todo tiempo la destreza ha sido objeto de admiración y hasta de culto”. Y así, “Roma pasa a la historia por su lidiar salvaje, España con su tauromaquia popular, Esparta con su destreza ennoblecida en la guerra y en la paz”.
Ahora, en la yerra tucumana, observa a “aquel mocetón de cobriza tez, de miembros endurecidos y fuertes, cabalgando un potro chúcaro aún, abrirse paso por entre el ganado que se mueve y se agita cual soberbia ola cruzada por contrarios vientos”. Se ve al joven “ir derecho con el lazo listo, atropellar al montón, separar un orejano y, en carrera veloz, echarle encima el caballo y ceñirle el lazo”.
Se lo ciñe “en lo delgado del pescuezo, en cualquier parte, es lo de menos”. Después, conduce el animal a la rastra, “sin importarle que en su fogosidad bufe y se caiga, en medio de bruscos cabeceos y corcovos, con la lengua afuera y la boca espumarajeante”.
Después, le amarran las patas con el maneador y se lo marca, operación que es “la parte menos grata del cuadro”. Se lo sujeta de la cabeza. “El herrador, que listo ha corrido del fogón a la víctima, le aprieta el hierro en cuero vivo. Una nube de humo se levanta y un olor ‘sui generis’ por el ambiente se dilata. Mugidos desesperados, nerviosos cabeceos, son inútiles. El hierro encendido se aprieta una vez más; se pasa la mano luego para ver si ha sido bien quemado y recién se lo desata”.