Baltazar Aguirre fue el primero que intentó modernizar la industria azucarera, equipando un ingenio con máquinas a vapor. Se asoció al efecto con el general Justo José de Urquiza, pero todos sus cálculos fallaron.
Hablando de un antepasado, decía Borges que “como a casi todos los hombres, le tocaron malos tiempos para vivir”. Es una apreciación que conviene perfectamente al caso de Baltazar Aguirre. Fue un visionario, pero los tiempos resultaron siempre malos para sus ideas y para sus empresas. La suerte le volvió empecinadamente la espalda.
Aguirre nació en Tucumán en 1809, y el 6 de enero lo bautizó en la Matriz un congresal de la Independencia, el doctor Pedro Miguel Aráoz. Los padres eran Juan de Dios Aguirre y Francisca Ponce de León. Tenía varios hermanos: los varones Juan Manuel, Miguel y Telésforo, y las niñas Encarnación, Máxima, Saturnina, Genoveva y Justa Liberata. Era don Juan de Dios, peruano, hombre de buena posición, dueño de una pulpería y de propiedades rurales.
Alegre juventud
Baltazar fue el preferido. Su progenitor le entregó en vida un “establecimiento” en la Banda del Río Salí, con la condición de que afrontara “todos los adeudos” que lo gravaban. Eso le permitió vivir la juventud con desahogo. Cuando Juan Bautista Alberdi realizó, en 1834, su único viaje de regreso a Tucumán, narra que venía desde Córdoba, con Marco Avellaneda y Mariano Fragueiro, “en una diligencia o carruaje de cuatro ruedas, tirado por caballos, de propiedad privada de mi amigo y paisano don Baltazar Aguirre”.
Por esa época le gustaban las fiestas. Avellaneda escribía a Alberdi, en 1836, que esperaba con ansias a Aguirre: con él y con Marcos Paz, decía, “formaremos un triunvirato para restituir a este pueblo la alegría”. Pronto no pudo escapar al tiempo de definición política que se venía. Fue elegido diputado a la Sala de Representantes en noviembre de 1840. Ya estaba lanzada la Liga del Norte contra Rosas y Aguirre sumó resueltamente su concurso.
Años de exilio
Aplastada la coalición en 1841, en la batalla de Famaillá, fue incluido en la lista de “salvajes unitarios” con captura recomendada. Los oficiales rosistas embargaron su casa, “al poniente de la ciudad”, asi como el “establecimiento de la Banda”. El jefe federal, Manuel Oribe, recomendó al gobernador Celedonio Gutiérrez que, si se iban a arrendar las fincas de los “salvajes”, para la de Aguirre fuera preferido “el señor comandante Peña, atendiendo a los servicios que ha prestado a nuestra causa”. Oribe lo tenía entre ceja y ceja: en noviembre de 1841 informaba a Gutiérrez que Aguirre estaba entre los “salvajes” refugiados en Salta, y que se proponía reclamar su entrega al gobernador Miguel Otero.
Por esa época quedó claro el desorden de sus finanzas. Según su hermano Juan Manuel, Baltazar no sólo no pagó las deudas del establecimiento dado por el padre, sino que lo hipotecó a José Manuel Silva. Al morir don Juan de Dios, los herederos reclamaron la entrega del bien, por ser Baltazar deudor de la testamentaría. Y el juez hizo lugar al pedido.
El sueño de las máquinas
Se sabe que Aguirre, hacia 1844, permanecía exiliado en Lima. Regresó poco después, como todos los emigrados, gracias a la benevolencia de Gutiérrez. Debe haber arreglado de algún modo sus cuentas, ya que hacia 1856 había empezado a plantar un cañaveral “a veinte cuadras al oeste de la ciudad”.
Pero además de plantar caña, Aguirre quería fabricar azúcar con métodos menos rudimentarios que el trapiche de palo o de hierro tirado por mulas. Tenía claro que el negocio azucarero sólo trascendería la industria casera si se lo dotaba de máquinas a vapor. Y con ese fin, resolvió adquirir en la casa Best, de Gran Bretaña, los equipos correspondientes.
Al parecer, no hizo bien los cálculos. Ya encargadas las máquinas, se dio cuenta de que no le alcanzaba el dinero para pagarlas. Descartó obtenerlo en Tucumán. El único que podía salvarlo del trance era el general Justo José de Urquiza. No sólo era el presidente de la Confederación Argentina, sino un acaudalado hombre de negocios: manejaba estancias, saladeros, empresas navieras, bancos y muchos rubros más.
Un socio importante
Así, viajó a Entre Ríos. En febrero de 1858 se presentaba en el palacio de San José. No le costó mucho convencer a Urquiza de que le estaba proponiendo un muy interesante negocio. A los pocos días, firmaron un contrato provisorio para la instalación de las máquinas en el ingenio, y Urquiza le adelantó 5.000 patacones.
Las máquinas venían desarmadas. Una parte llegó a Buenos Aires y otra a Rosario, en los buques “Crinoline”, “Belle Poule” y “Frent”. Arregló que las llevasen a Tucumán veinte carretas de los transportistas Fragueiro y Ferreyra. En 1860, firmó con Urquiza el contrato definitivo de sociedad, donde cada uno aportaba 45.000 pesos. El vencedor de Caseros ponía el dinero y Aguirre el terreno, edificio, cañaverales y demás, así como su trabajo personal.
El ingenio se hallaba ubicado en Floresta, sobre la actual avenida Mate de Luna. Delimitaban aproximadamente el predio las hoy calles San Lorenzo, al norte; Las Piedras, al sur; avenida Colón, al este, y Baltazar Aguirre, al oeste.
Demasiados problemas
Una excelente monografía de 1945, del historiador Antonio P. Castro, permite darse una idea de las vicisitudes del socio Aguirre. Permanentemente vivió sofocado por deudas y contratiempos que describe Castro y que sería largo detallar. Nada le salía como esperaba.
Las máquinas, en su mayor parte, se instalaron. Pero las crecientes destrozaban a cada rato la acequia, o la falta de lluvia perjudicaba la cosecha. La producción no era suficiente para pagar dividendos a Urquiza, ni para afrontar las deudas que mantenía con los transportistas. Además, no se llevaba nada bien con Mardoqueo Navarro, el administrador del general.
En su juventud, don Alfredo Guzmán conoció a Aguirre, “ya retirado del negocio”: guardaba “un recuerdo agradable” de “su carácter benévolo”. Según los documentos que aporta Castro, la sociedad de Aguirre y Urquiza se prolongó hasta el asesinato del general, ocurrido en 1870.
La liquidación
Herederos de Urquiza, en carta del 12 de octubre de ese año dirigida al doctor Salustiano Zavalía, le ajuntaron un poder para “tratar de arreglar y liquidar el enfadoso negocio de sociedad con don Baltazar Aguirre”.
Dolores Costa, Diógenes de Urquiza y Benjamín Victorica agregaban en esa misiva : “usted conoce las ingentes sumas que costó ese establecimiento al finado señor general Urquiza, quien se prestó a tales sacrificios para dotar a la provincia de Tucumán de una fábrica importante en tan valioso género de industria”.
No sabemos con qué fundamento, los herederos añadían que “desgraciadamente el señor Aguirre no ha respondido a esos esfuerzos ni menos a la confianza que el general depositara en él”. José María del Campo fue el encargado de vender en Tucumán las acciones y derechos del establecimiento.
Sólo quedó, del ingenio de Floresta, en las calles San Lorenzo y Baltazar Aguirre, una chimenea cuadrada. Constituía un verdadero monumento histórico, pero en algún momento de la década de 1960 fue silenciosamente demolida, sin que nadie se quejara. Tampoco se conoce un retrato de Aguirre.
Debió trasladarse a Buenos Aires a fines de la década de 1870, para morir en 1881, “en la última miseria”, según Paul Groussac. En el Archivo General de la Nación, se guarda el flaco expediente 3.716, caratulado “Aguirre, Baltazar. Su testamentaría”. Se inició el 7 de febrero de 1882, cuando Elvira y Carmen Amelia Moyano -hijas de Máxima Aguirre de Moyano- se presentaron al Juzgado de primera Instancia de Buenos Aires.
Exponían que “hace cinco meses, poco más o menos”, había fallecido su tío materno Baltazar Aguirre, sin ascendientes, ni hijos naturales, ni parientes colaterales más próximos que ellas (eran hijas de Máxima Aguirre de Moyano, hermana de Baltazar). Ni siquiera sabían bien dónde había muerto el tío. Afirmaban primero que en el barrio de Balvanera, pero luego se rectificaron, indicando que falleció en el Hospital Español.
El expediente tiene apenas siete fojas. Se interrumpen las actuaciones tras el envío a Tucumán de los oficios que requería el juez para acreditar el vínculo de filiación. ¿Será que las señoritas Moyano perdieron todo interés en la sucesión, al advertir que Aguirre nada tenía?
Melancólico destino, realmente, el de este tucumano que soñó con una industria azucarera moderna, mucho antes de la llegada del ferrocarril. Ni siquiera se supo con precisión la fecha de su muerte.